Tomando apuntes sobre una pequeña libreta, Héctor, el personaje que ha de ofrecer un monólogo sobre “La verdad de los domingos”, yace sobre el entarimado poco iluminado. Escritor de profesión; preparado para contar el porqué su editor se mostraba poco convencido de su último libro que invita a los lectores a cuestionarse (antes de aceptar) lo oculto detrás del séptimo día de la semana, y no de haber hecho uno que contenga el “abc de la vida,” comúnmente llamado, motivación personal. Ésta sería la última puesta en escena de la pieza de Juan Bey que lleva el nombre del soliloquio protagonizado por Óscar Piñero, bajo la dirección de César Paredes, en el teatro La Capilla.
Entre la segunda y la tercera llamada, la gente ocupaba sus lugares mientras Héctor Sinisterra se mantenía con libreta en mano, sin dejar pasar el más mínimo de los detalles encontrados en la oscuridad de la sala y señalados por el gesto fruncido que los distinguía. Acompañaba con la punta del pie —a ritmo distinto y a causa de la ansiedad por comenzar— la música circense que se mezclaba con el bullicio de los espectadores. El ruido, en esta ocasión, fue visto con optimismo cuando un hombre le avisó a su pareja que “hay más vida aquí adentro que allá afuera”. La breve oración resumía la desolación de los suburbios coyoacanenses, donde la voz de los arboles tocados por el viento era lo único perceptible.
Minutos antes de comenzar la función, en la esquina formada por las calles Madrid y Centenario, se observó el paso de la caravana de la justicia en una formación estratégica a lo “parece que va a llover, el cielo se está nublando”, la misma que inmortalizaran Pedro Infante y Luis Aguilar montados en sus motocicletas.
Los sonrientes policías, con sus caras infantiles y despreocupadas, estaban haciendo el recorrido pacificador para garantizar que los comicios se llevaran a cabo con la tranquilidad que sus altos mandos les exigieron. Pudieron ser los mismos policías que avanzaban a toda máquina y con las sirenas encendidas sobre la pasible y desconocida avenida Juárez. Había gente caminando, corriendo, desplazándose velozmente en bici o patineta; había bastante gente en las inmediaciones del Palacio de Bellas Artes, pero su andar era como ausente. En escalas inferiores, el pesimismo, el desgano, la inconformidad eran tan perceptibles en la atmosfera del mediodía de este domingo, que se asemejaba al del todavía reciente año 2012.
Al final de esta jornada, los altos mandos del Pedro y Luis coyoacanenses, se irían a dormir con una sonrisa en la cara y con la tranquilidad que da el haber cumplido con su deber en el momento que la silueta desgastada (en cuerpo y también en alma) del presidente de México, aparezca en la caja chica educadora de este (nuestro) país, felicitando con voz solemne a la ciudadanía “que cabalmente cumplió con el ejercicio de la democracia, ¡donde la intolerancia y la violencia se quedaron al margen, demostrando que hoy más que nunca los mexicanos estamos unidos!…”.
A diestra y siniestra, Héctor comienza con el monólogo. Su atuendo es semejante al de una marioneta de ventrílocuo, la cual le obsequia gracia y confianza; plantea las mentiras que se nos han dado como verdades desde tiempos inmemorables; ocupa algunos capítulos de la Biblia para el comienzo de su disertación; se disfraza con la actitud que debió tomar Caín ante Dios cuando lo cuestiona por el paradero de Abel, y como un ángel en ascensión al cielo, es alcanzado por un rayo de luz en medio de la vasta negrura del lugar mientras con la mano derecha forma una cruz a la cual besa, y responde: “¡te juro que no sé nada, diosito!”, lo que provoca las primeras risas en los espectadores.
Sinisterra se sitúa en la etapa de los secretos indecibles: la infancia. Cuenta que su medio hermano, en un acto atroz de su parte, le revela la identidad de los Reyes Magos, algo para “lo que no estaba preparado”. Se come las uñas, se acuesta en posición fetal sobre la cama, busca respuestas en los ojos de su madre, quien termina por decirle: “sí, mijito, sí, el ratón de los dientes sí existe”. Las risas regresan al pequeño auditorio… Entre las confesiones familiares, el peso y la molestia que significa guardar un secreto a tan temprana edad, Héctor se convierte en un motivador cómico-impersonal.
Sinisterra se dirige a su público con un lenguaje ágil y coloquial. El escritor mantiene una interacción constante con ellos, los vuelve cómplices de la obra, los cuestiona, los confronta, les da un paseo por las diferentes etapas de su vida: la época universitaria, la etapa de la paternidad, las juntas laborales, los problemas cotidianos, la vida doméstica y… haciendo un paréntesis dentro de todo esto, debemos informar que en otra ciudad no muy lejos de ésta, han concluido las elecciones. Los medios de comunicación locales y nacionales, al igual que los representantes de los partidos han quedado estupefactos ante los resultados de la jornada electoral: pocas abstenciones, pocos votos nulos, siete de cada diez ciudadanos, en un acto sin premeditación colectiva, decidieron votar en blanco. Este acto de lucidez, según nos cuenta José Saramago, no tiene precedente alguno, se espera que la ciudadanía se pronuncie cuando sea requerida para hacerlo.
En nuestro pequeño corte informativo, Héctor se zangoloteaba sobre una silla móvil, dando la espalda a los espectadores; estaba recitando una serie de fantasías imposibles de llevar a cabo cuando el peso de las palabras se entromete entre la pasión y el amor con la persona que amanece a nuestro lado de manera constante y prolongada; “esa costumbre que se tiene” de nombrar de manera más refinada o “mejor vestida” a nuestra búsqueda primaria; ocupando como sinónimos de sexo los conceptos de “respeto, seguridad, confianza”, hasta llegar a la sentencia “alguien que me haga reír”. En el momento en que termina de recitar, se muestra de frente a la audiencia; permanece sentando, con los codos apoyados sobre un escritorio de madera vieja, la cara atrapada entre las manos y, dibujando una sonrisa desmayada, comienza a desmenuzar aún más su argumento, tratando de demostrar lo complicado que es atrapar el amor en palabras y actos; que éste no se halla en las anchas fronteras de la compresión dominical, y menos aún en los límites del deseo conseguido en una noche de viernes. Se levanta de la mesa para hablar una vez más del punto donde convergen el principio y el final de una relación; del papel que está reservado para el amigo y el amante, que ocupan respectivamente (según la experiencia) los días de la semana antes mencionados. Hace movimientos titiritescos para darle vida al viejo refrán que dice “estás viendo y no ves”. Entre movimientos de manos y gestos sarcásticos, su público lo escucha con detenimiento y expectación.
La mayoría de los ahí presentes se habrán hallado en el monólogo de Sinisterra; tal vez quienes se encontraron en el desarrollo de la obra, ya sabían la verdad que estaba a punto de revelarse. Fue posible deducir todo esto mientras sucedía el silencio prolongado propuesto de manera indirecta por el escritor; espacio suficiente para que las divagaciones y las conclusiones hayan ocupado las mentes de las personas en espera del final. Se decide a revelar la verdad ineluctable de este día, la oscuridad del escenario lo devora, su voz se desvanece poco a poco, el reportero sólo alcanza a distinguir las últimas palabras del actor:
“(…) y ahí, señoras y señores, está ‘La verdad de los domingos’ ”.
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