–Pero papá —le dijo Josep, llorando–. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
–No seas tonto… ¡Tonto, tonto, tonto! ¡El mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!
Esa anécdota de origen catalán fue contada por Eduardo Galeano en una visita que realizó a la Ciudad de México para compartir con sus espectadores algunas palabras sacadas de su imaginación, de su memoria.
“El Rojo” (personaje de aquella historia), en su afirmación, se apoderó de la razón; y por el tono de voz se podía entender que no pensaba compartirla. “El Rojo” es obrero; es parte de esa estirpe con la piel tostada por la indolencia del sol; esa casta curtida a martillazos, a palazos y a madrazos; gente que va caminando entre los días con la necesidad por delante: ellos son los escultores de aquellos gigantes de acero o de concreto que adornan las principales calles de las grandes ciudades; sus manos ásperas han de convertir los bultos de dinero en ostentosos corporativos.
Como la mayoría de los artistas, los maestros no escapan de la mirada crítica de quienes evalúan su trabajo. En este caso ha de ser la Ingeniería Civil; aunque en muchas otras ocasiones puede ser la Arquitectura, la inversión de capital, o simplemente la curiosidad.
La Ingeniería Civil es una colección de conocimientos empíricos que se filtran a través de distintos tipos de laboratorios para llegar a ser estudios científicos. La Ingeniería Civil debe reconocer su lugar en la sociedad para poder ofrecer soluciones a las distintas circunstancias que estén al alcance de sus manos; debe aprender a apreciar el valor de cada situación; a dar el crédito suficiente a quienes la sostienen para que sea posible su misión. La Ingeniería Civil sabe cuestionar la pretensión del proyecto, ajustar lo que a sus ojos está incompleto, proponer soluciones siguiendo el camino trazado, o trazar vías alternas para llegar de una manera más rápida y segura a buen destino. Ella juega un papel importante en el desarrollo de la obra, en la ejecución del trabajo.
La mayoría de las veces tiene la primera palabra sobre el “cómo deben de hacerse las cosas”; la palabra final, en otras tantas (las menos), se le escurre entre los dedos; pero no por ello deja de tener los cuidados necesarios para que esa palabra última, o primaria, se disfrace de decisión irrefutable entre las columnas, los muros o las trabes de una estructura sismorresistente.
¿Sismorresistente? La respuesta parece obvia, y es la obviedad la que puede decir: “algo que resiste la fuerza colérica de un sismo”. Otro tipo de definiciones nacen de las experiencias vividas, como la acuñada por Juan Villoro en una entrevista concedida al diario La Tercera de Chile, dos años después de sentir el estremecimiento del suelo en el país Mapuche a causa de un movimiento telúrico: “los terremotos son inspectores de la honestidad arquitectónica y aquí no se vino abajo todo”.
Meses después de esa declaración, tuve la oportunidad de conocerlo en persona en una sala de cine: la presentación de un libro nos hizo coincidir en aquel lugar. Él fue invitado de honor; uno pasó a formarse para poder ingresar. Le comenté a Juan (aquí voy a mentir; porque habrá una gran diferencia entre lo que traté de decirle en el corto diálogo que sostuvimos y lo que a continuación voy a explicar), que no sólo la arquitectura se pone a prueba; también la ingeniería, el proceso constructivo de las edificaciones, desde su cimentación hasta su último nivel de piso. Si por un lado, la naturaleza inspecciona al ser humano (porque nosotros somos la mediación de las cosas; nosotros hemos dicho qué es honesto y qué es deshonesto; nosotros somos la honestidad a la que apela dicha definición); por el otro, el humano, con argumentos a su medida, está desafiando constantemente a la naturaleza. De todo lo anterior nace un debate, una correspondencia necesaria basada en la ley de causa y efecto, de la acción y la reacción, poniendo de frente nuestros razonamientos (que deben responder de manera clara y concisa) ante el discurso efusivo de un terremoto, donde el tema a desmenuzar será el fenómeno físico que se presenta en los edificios cuando son sacudidos por una fuerza sísmica.
Imaginemos un péndulo en equilibrio, estático, en reposo. Un péndulo invertido, empotrado al suelo, coronado por una masa (tal vez una bolita de acero) y tan largo o alto como lo permita su cuerda. Este péndulo no nos servirá para contar las horas del día, por el contrario, será víctima del abrazo del tiempo: tan víctima como lo es un sentimiento, como lo es nuestro paso por este mundo.
Cuando este péndulo es inducido a una fuerza (o carga), comienza a moverse de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de atrás hacia adelante, y viceversa… señala con su dedo hacia todos los puntos cardinales, su bolita de acero dibuja arcos de viento a manera de brochazos; el vaivén de estos, pareciera ser un intento por tatuar la rosa de los vientos en el cielo. Los extremos de dichos arcos se llaman “A” y “B”, su centro, de nombre “O”, es el punto de equilibrio entre las puntas del brochazo. Cuando la masa del péndulo camina la distancia que existe entre el extremo “A” al extremo “B” pasando por el punto “O”, su andar recibe el nombre de oscilación; la masa visita al punto “B” por brevísimos instantes y comienza su camino de regreso saludando de nueva cuenta a “O”, poquísimo antes de llegar con “A”, para darnos cuenta de que en su retorno ha oscilado de nueva cuenta.
El ir y venir de la bolita de acero es fundamental; y es fundamental porque tanto a su ida como a su regreso, se le conoce como “periodo fundamental del sistema”. El periodo fundamental se expresa en segundos; habla el lenguaje del tiempo; es el resultado de la adición que hay entre la oscilación de ida y la oscilación de retorno; es la espera del origen, que nace de la ausencia y culmina con el regreso.
En los libros de dinámica estructural se asienta que un sismo es una carga no periódica de larga duración. Esto, concebido como una imagen, sería semejante a trazar un electrocardiograma con sus elevaciones y sus depresiones tan pronunciadas, prácticamente separadas por un abismo. Un acelerograma como el anterior, aplicado a los sismos, traza sobre un plano cartesiano la relación tan estrecha que existe entre la aceleración (eje de las yes) y el tiempo (eje de las equis) en una mancha determinada de suelo (el pedazo de tierra que ocupa la Torre Latinoamericana, por ejemplo). Ahora, imaginemos a nuestro querido péndulo escalando dicha cordillera; a cada paso que dé, se encontrará con una pregunta diferente, y él tendrá que ofrecer una respuesta diferente con lo que trae puesto encima: una masa y una cuerda; es decir, un péndulo: una masa que se traduce en la cantidad total de kilogramos, toneladas que se encuentran en los muebles, en las fachadas, en los maquinas elementales para que un edificio funcione, en los huesos que forman su estructura ósea (trabes, muros, columnas); una cuerda con forma de estructura ósea bailando la música que le toca un terremoto, y aun cuando la música se esté diluyendo en el tiempo, y ésta ya haya terminado, la cuerda sigue bailando… Pero no ha de bailar para siempre; también sus piernas se cansan y en algún momento tienden a quedar en reposo. Digámoslo de esta manera: un árbol ha sido dotado por la naturaleza con la robustez y forma necesaria para resistir el embate del viento. Su tronco, sus hojas, sus ramas, se mueven bajo la caricia del aire, y aun cuando ésta ya pasó, quedan pequeños remanentes de movimiento entre sus hojas y ramas. Newton postuló que a toda acción corresponde una reacción; que una fuerza externa a un cuerpo, aplicada sobre éste, tiende a ser contrarrestada por una fuerza de igual magnitud. Esto es más, que menos, lo que hace la forma y la robustez de un árbol contra la fuerza del viento.
En una edificación, y contra una fuerza sísmica, las encargadas de generar una fuerza contestataria son la forma geométrica (inventada por la creatividad arquitectónica) y la estructura ósea (diseñada por el intelecto ingenieril). La estructura ósea se ajusta a la forma geométrica, pero exige de ella la comprensión necesaria para que aloje los tamaños, dimensiones y materiales (acero, concreto, mampostería, etcétera) imprescindibles con los que serán concebidos los elementos de la estructura: una trabe, una columna, un muro, que en conjunto funcionan como resorte con cierta elasticidad, amortiguando y disipando la cólera sísmica del golpe que ha sido acomodado en un momento específico…
El ingeniero se había extendido en su discurso. Bebía los últimos sorbos de blanco de aquel tarro empañado por el sudor de las manos. Se podía deducir de su rostro enrojecido, que aquellas palabras eran dichas bajo la dulzura embriagante del pulque. Ese soliloquio estaba ocurriendo en una pulquería de las de antes: paredes oxidadas, el olor a orines tan penetrante, la suciedad tan necesaria.
“¿A qué te dedicas?”, lo que un desconocido le había preguntado cuando llegó a sentarse en aquella mesa de madera vieja de más o menos un metro y medio de largo, un desconocido llevado a ese lugar no se sabe por qué fuerzas misteriosas, oscuras.
Era la primera ocasión que el desconocido pisaba aquel suelo lleno de aserrín. Tiempo después, en la convivencia con todos aquellos que ya formaban parte de la escenografía del lugar, se supo de su profesión, periodista. Todo cobró sentido cuando aquella tarde, de manera casi natural, soltó de su boca la interrogación dirigida al ingeniero. Lo que no se llegó a saber, es si la pregunta fue hecha sólo por el gusto consciente de convivir, o si el estar quitándole la obviedad a lo obvio en el día a día de lo que se nos pinta como verdad, lo lleva a interrogar de manera inconsciente a lo primero que encuentre a su alrededor.
De una u otra forma, escuchó completo el monólogo del ingeniero, y le sobró paciencia para quedarse a escuchar la conclusión. Entonces, cedámosle el espacio a la palabra técnica, y asistamos, junto con el periodista, al desenlace de la disertación que dejamos en puntos suspensivos, algunas líneas arriba.
–…Un momento –sí, dije un momento–. La física lo explica como el producto de una fuerza por una distancia. Cuando con la perica apretamos la rosca de un tornillo, estamos generando un momento. Hace unos minutos, cuando llegaste aquí, sosteniendo con el puño cerrado ese tarro lleno de pulque, y estiraste el brazo cuan largo es para brindar conmigo, se generó un momento; sí, ese pellizco que se siente en la articulación del hombro y el brazo, es un momento. Cuando el sismo golpea un edificio, se genera un gran momento en su estructura, y se reparte de manera inmediata entre sus elementos, que han de ser diseñados para resistirlo; es como la desgracia, como la desdicha y el hambre, que se reparten entre los sujetos de una sociedad, de manera inmediata.
Entonces creo que un edificio, al igual que la vida, está hecho a base de momentos… ¡Jefe! ¡Otro pulque blanco, por favor!
–En seguida, May.