Después de la prohibición total, Bruno no se dio por vencido y a pesar de que mis papás me ocultaron, él encontró la forma de verme, de hablarme. Nunca más volví a sentir en toda mi vida ese sentimiento de amor puro, surgido de la nada y que no perseguía ni pretendía más que estar junto a la persona amada. Nunca. Siempre he creído de la forma más firme, que hacer el amor es la consumación total y confirmatoria de una relación, y por ello, solo lo he vivido con dos personas: mi novio de la universidad, con quien estuve compartiendo mi vida por más de 3 años, y mi exmarido, con quien estuve casada por 9.
El teléfono, cuando viví en casa de mis papás, era contestado solo por tres personas: mi papá, mi mamá y mi abue; ni yo, ni mi hermano lo teníamos permitido. La primera vez que llamó Bruno, mi mamá lo confundió con otro Bruno que pertenecía al grupo católico de nuestra parroquia. Yo debí colgar de inmediato, pero, algo en el tono de su voz, y lo directo y frontal en su forma de hablar, me lo hicieron imposible. <<Mira, no me conoces, estoy en la prepa y mi mejor amigo está enamorado de ti, pero no se atreve a hablarte…>>, me decía, me explicaba, me planteaba. Le dije algo de lo más atrevido a mis casi 16 años, que no me interesaba en absoluto conocer a su amigo, y que por favor no dejara de llamarme. Cumplió ambas cosas. Era la primera vez que le ocultaba algo a mi familia.
Transcurrido un año, Bruno y yo solo salimos dos veces: al cine y a comer. En la preparatoria nos veíamos casi a diario, de lejos, sin saludarnos. Todas las tardes hablábamos, hasta que de plano, mi madre me exigía colgar. Él, marcaba de un teléfono público, escondido en un parque; muy pocas ocasiones escuché que alguien le dijera: joven, ¿me deja hacer una llamada?
Después de un año de llamadas y una desmedida cantidad de detalles recibidos, –escondía cartitas en puntos diversos de la escuela, me dejaba chiclosos con la catequista, insertaba flores pequeñas en el confesionario, colgaba pequeñas lunas de papel en las ramas de árbol que estaba afuera de mi casa y, más, más y más cosas–, hablé con mi mamá. <<Estoy enamorada, quiero mucho a un Bruno, pero no el Bruno que tú conoces>>, le dije, y le pregunté: ¿qué debo hacer?
Pienso que debo tener 5 kilos por arriba de mi peso ideal; sin embargo, hasta antes de mi primer alumbramiento era muy delgada, sin demasiadas curvas, mi nariz nunca me ha gustado mucho. Honestamente, me costaba mucho entender el porqué le gustaba yo a tantos hombres. Era abrumador, molesto, incómodo; me hacía sentir mal; pero, con Bruno, tenía auténtico pavor de dejar de gustarle.
Durante tres semanas, todos los días, de forma teórica me explicaba como besar. <<Luna, imagina que tengo una bola de nieve de fresa dentro de mí boca>>, me decía porque no utilizaba mi lengua, me daba pena, me parecía impropio.
Después, nuestros besos se convirtieron en una experiencia erótica inimaginable. Una tarde me dijo que, a pesar de lo que sentíamos, no deberíamos intentar hacer el amor, pues ese evento debería suceder en nuestra primera noche de boda.
Yo cociné unas galletas –me quedaban muy ricas– con especial cariño para la comida que tuvimos con su familia, en donde les avisamos de que nos íbamos a casar. El anuncio, solemne, como era Bruno para todo, causó la risa de todos los presentes, <<es en serio>>, recuerdo haber dicho, y ya nadie se rio más. Decidimos que el aviso a mi familia lo diera yo sola, por si mi papá se oponía; se opusieron todos.
Las siguientes cosas sucedieron muy rápido: empezamos a citarnos a escondidas.Habló con la familia de un amigo en común, quienes vivían a una calle de mi casa; los convenció para que le permitieran vivir con ellos. De esa forma podía correr a verme cada que era posible hacerlo. Aguanté dos meses. Lo terminé. Se inscribió en la misma universidad que yo e intentó durante algunas semanas convencerme de “mantener nuestro amor vivo, hasta que pudiéramos estar juntos para siempre”. No cedí y un día no lo volví a ver más.
Soy bastante mala en el tema de las redes sociales, las uso muy poco y mientras esperaba la finalización de la clase de piano de mi hija, entré a la aplicación de mensajería de Facebook. Descubrí cientos de mensajes de personas de todas las fases de mi vida, buscándome. Solo abrí uno, enviado 6 meses atrás. Le contesté y platiqué con Bruno breves minutos. Han pasado más de 20 años y solo pude escribir:
-¿Eres MI Bruno?
Ahora, no sé lo que voy a hacer.
Ciudad de México, diciembre de 2015.