- Daniel Antonio
Lucía, en el viaje hacia lo oscuro de la noche, rememora los momentos luminosos del día. Con las manos dibuja figuras inexistentes, recordando a la amada figura. Por un instante la ama de nuevo, aunque no ha conseguido parar de odiar tan bella e imperfecta silueta. Le hace tanta falta, pero no quiere verla más.
Lucía ha perdido la noción del tiempo, aunque cada dos minutos observa la luminosa pantalla de su teléfono móvil. El resultado es el mismo: no le escribe, no le llama, no le busca. De todas formas tiene clarísimo que, si llegara a escribir, llegara a llamar o llegara a buscarla, no contestaría. Qué hermoso sería ignorarla. Qué horror ser la ignorada.
Lucía se levanta de la cama. Después de tantas horas acostada, está cansada, le duele la espalda. Camina un poco por la no iluminada habitación, se detiene de golpe y valora la posibilidad de encender la luz; sin embargo, elige la oscuridad, para ver mejor.
Lucía grita: “¡por favor!”, y casi de inmediato se da cuenta de que no sabe qué pedir. Decide empezar a pensar con cierta clase de orden, a fin de sosegar los desordenados pensamientos. Por un instante imagina a Diderot en pleno desarrollo de su trabajo intelectual, y concluye que el recuento cronológico de los hechos es el método más adecuado para observar la evolución de la historia.
Lucía cierra los ojos y logra ver cuándo empezó todo: justo en el momento de la bendición sacerdotal de esa maldita boda, claro; como pasa en una canción de los noventa que escuchaba su hermano mayor, una que habla sobre lo irónico de conocer a la persona amada el día de su enlace matrimonial ante Dios y los hombres. Los hombres. Siempre la generalidad es masculina. Ningún hombre podría amarla como ella la ama. Desde ese día, para siempre, aunque nunca se lograse concretar.
Lucía avanza los días, las semanas, los meses y los años y, por un instante desea regresar en el tiempo, para decidir no acudir a esa boda. Sin embargo, recuerda ese primer beso y todo se desmorona de nuevo; está sola, en su cuarto oscuro, acompañada de los más luminosos recuerdos que su cerebro ha decidido guardar: su cara, sus manos, sus caricias, el tono de su voz, ese mágico instante en donde sus lenguas hacían contacto.
Lucía sonríe, luego empieza a llorar. En el recuento cronológico aparecen decenas y centenas de sinceras promesas que no le fueron cumplidas. Cronológicamente hablando, el tiempo pasó y nunca dejó al marido.
Lucía lamenta ser la opción dos y con ese pensamiento, cae en un profundo sueño. Qué más da si Freud inventó todo o no. Su inconsciente, o lo que sea que produce los sueños, la escenifica con información del pasado, un futuro pleno de amor. De amor, como ella lo ha definido.
Lucía despierta al amanecer, se levanta de la cama y empieza todo otra vez.
Ciudad de México, mayo de 2015