Dejamos atrás Cluj para adentrarnos en los Cárpatos de Transylvania tras las huellas de Vlad Tepes, el Conde Drácula, en Rumania. Un deseo acariciado por años. Al fin…
Anochecía. La penumbra se fue poblando de una neblina densa, que estallaba en añicos luminosos hasta enceguecer cuando faros de coches contrarios se aproximaban por el estrecho camino ascendente bordeado de pinos y declives escarpados.
Imposible llegar al castillo antes de la oscuridad total, dijo mi hermana Cris, mientras revisaba la guía con una lamparilla. – Hay una posada a un kilómetro, con un poco de suerte, encontramos lugar. Es lo único que aparece a la redonda.
Sigamos – rogué – faltan unos cuantos kilómetros, si acaso quince minutos. Seguro habrá otros hoteles cerca del castillo. – Nada está marcado – replicó Cris – No insistas.
La posada apenas se adivinaba entre la bruma que descendía hasta nuestras rodillas. Estando a pocos metros, tuvimos que agacharnos casi al piso para distinguir el camino hacia la entrada. Una luz opaca, vacilante, marcaba el objetivo.
Nos recibió una mujer de aspecto y trato desagradables. Con reticencia aceptó facilitarnos para Cris y Bern, su marido, una habitación doble que argüía estaba reservada para otros clientes y una individual para mi. Costarían lo mismo. Iba a replicar lo injusto de no diferenciar el precio, pero un gesto fulminante de mi hermana me contuvo.
Mi cuarto, en extremo sencillo: cama individual pegada a un muro, debajo de una ventana pequeña con cortinas de fino algodón traslúcido; frente a los pies de la cama, un espejo grande que engaña al ojo duplicando el tamaño de la pequeña estancia.
Como cena únicamente sopa de col con chorizo y arroz de leche. Un manjar para el hambre que apremiaba.
Acordamos dormir temprano, para temprano partir por la mañana.
Ya en mi cuarto, mientras me desvestía, sentí frío, un viento leve ondulaba las cortinas. Se había abierto la ventana. La cerré. Era tal mi excitación por la proximidad del frustrado encuentro con el hábitat de Drácula, que no pude concentrarme en la lectura de “Lolita”, mi libro de viaje.
Imágenes recientes se agolpaban: La casa donde nació Vlad Tepes en Sighisoara pueblo gris, suspendido en el tiempo, como una foto fija, antigua, en blanco y negro. Su cementerio cubierto todo de musgo húmedo, ese sí verde, con las lápidas negruzcas, quebradas por el olvido, inclinadas, a medio salir; con su capilla inhabilitada, negra, gótica, ya sin lo que debieron ser vitrales, sostenida por pilotes, a punto del derrumbe.
Qué fácil debió resultarle a Bram Stoker escribir la ambientación de su novela, bastaba con describir.
El sueño me alcanzó. -¿Si?- No sé en qué momento, cómo empezó. Creo fue aún cercano a la vigilia:
Voy yo sola, manejando bajo la lluvia, con neblina, de noche, por el estrecho camino escarpado, tensa pero tranquila, hasta que siento que el volante no me obedece. Intento girar a la derecha. De no hacerlo, me estrellaré contra un árbol. El volante gira, sin que la máquina obedezca. La angustia crece. Trato de frenar. El choque inminente ocurre. No estoy mal herida, solo un golpe de la cabeza contra el parabrisas. Percibo otra presencia en el asiento contiguo. No es alguien. Es algo oscuro, enorme que se me aproxima. Tiemblo. No despego la mirada tratando de identificar con la luz reflejada por la niebla del faro que quedó encendido, qué es lo que ya abraza todo mi cuerpo. inútil. Lo veo arrastrarse lentamente sobre mi, lo siento adherirse húmedo, pegajoso, tibio, pero no hay rasgos, ni miembros visibles. La luz del faro se extingue. Total oscuridad. Aquello lame la herida en mi frente, lame los bordes de mis oídos y mi cuello; lame los intersticios de los dedos en mis manos, también los de mis pies; se pega a mis pechos y a mi sexo. Todo al mismo tiempo. Me envuelve. Respiro un halo putrefacto. En medio del asombro, paralizada de pánico, no puedo evitar la excitación que crece tan fuerte como el rechazo y lo rebasa. Cada centímetro de mi cuerpo anhelante tiembla.
No puedo emitir sonidos, pero cuando sobreviene el orgasmo, un grito incontrolado surge desde lo más profundo, amplio, luminoso, limpio, poderoso.
El sonido de mi propio grito me despertó. Cuando abrí los ojos, aún no terminaba.
A través del espejo vi las cortinas blancas multiplicadas en su reflejo, ondeando como un adiós.
La ventana estaba abierta. No se sentía frío, sólo una enorme placidez. Sonreí. Me giré hacia el otro lado y dormí profundamente.