La Hamaca

Para: Ada Carrasco.
Que me regaló un sentimiento.

“Sueño un horizonte
falto de palabras.
En la sombra y entre las luces
todo es negro para mi mirada”
(De una canción de Andrea Bocelli)

volcan 1
Pintura. Murillo, Gerardo (Dr. Atl)

He vuelto a recordarla. Ella, mi tía Clara, fue el eje de mi infancia. Era hermana de mi abuela, la más chica de esa casa de mujeres.

De verdad que las casas habitadas por mujeres son distintas. Al menos a mí me lo parecen. Son casas con más luz, llenas de olores peculiares, plantas, flores. La casa de mi tía Clara era así; y de una blancura que cegaba. Las plantas le daban un aire selvático y crecían como matorrales. Tenía buena mano para sembrarlas. Bastaba con que alguien le regalara una pequeña estaca, una hoja, para que ella lograra hacerlas germinar. Pero lo que más me gustaba de su jardín eran dos enormes matapalos, rugosos, serenos, cercanos y de un verde alegre.

Tía Clara había colgado una enorme hamaca familiar tejida en Masaya, una remota ciudad centroamericana donde tío Julio, su esposo, pasó algunos días arreglando asuntos de negocios. La hamaca blanca y hermosamente trabajada era disputada por todos; nos mecíamos en ella cuando llegábamos a visitarla.

Mis hermanas Ana y Lila me tenían envidia, yo era la preferida de tía Clara, no sé si por ser la mayor o porque había heredado su nombre. Los domingos me llevaba a Misa y después comíamos unas enchiladas suizas en el Sanborns de los Azulejos. Disfrutaba esas mañanas: yo, con mi vestido de organza suiza, y tía clara con aquellas joyas de piedras que refulgían: esmeraldas, topacios, rubíes, amatistas, aguamarinas… dependiendo el color del traje que vistiera. Siempre le atrajeron las alhajas, pero argumentaba: “mi mejor joya es mi marido”. Cuando reía, su boca armoniosa se abría, era como si todo su cuerpo participara en ese gozo.

Tío Julio era ingeniero, un hombre de gestos elegantes y parva sonrisa. Sus trajes obscuros le daban un aspecto sombrío. Al ver a tía Clara, el rostro se le transmutaba, como si su sola imagen le inoculara vida y emoción. Nunca tuvieron hijos, pero sé que tía Clara lo intentó todo. Era el tiempo en que apenas se hablaba de la inseminación artificial, pero algo llegué a escuchar en las tardes en que se reunían a tejer macramé. Según la opinión de mi abuela, la inseminación era un agravio que se le infligía a Dios. “Más me ofende él al no darme hijos”, le respondía tía Clara. Nunca se volvió a hablar del tema; pero miraba cómo esa mujer desinhibida y alegre preparaba pócimas amargas con hierbas medicinales que le compraba en el mercado de Sonora a una vieja que me infundía temor .

De un sólo trago se las tomaba, arrugaba la cara, la mueca se le desleía; asomaba nuevamente la sonrisa como si la imagen de algo o alguien querido le cosquilleara en la mente. “Tomaría lo que fuera con tal de darle un hijo a Julio”, me decía.

Tía Clara tenía muchas amigas, Lupe era su consentida. Acostumbraba visitarla en el restaurante que ésta heredara de su esposo muerto. Servían unas maravillosas crepas con cajeta que yo enriquecía aún más con una bola de helado de vainilla. Lupe era diferente a mi tía, conservaba una aura de inaccesibilidad, como si viera el mundo desde un faro. Algo de ella me recordaba la oscuridad del mar profundo, un mar sin olas, de aguas caliginosas. Sus dos hijas, algo mayores que yo, habían calcado el talante taciturno de la madre; ante mis preguntas respondían con monosílabos.

Tal vez yo comía por angustia; recuerdo que al salir de ahí, un dolor se me enroscaba en el estómago. El comentario de mi tía era invariable: “La próxima vez no permitiré que le agregues helado de vainilla”.

El restaurante quedaba cerca de la joyería La princesa. Íbamos con la emoción reverberante, como quien acude a una cita de amor furtivo. Los ojos de mi tía Clara se abrían hasta la desmesura; con su lupa examinaba una a una las joyas que le mostraban, seleccionaba con rigor de conocedora: sus dedos palpaban, como si las yemas tersas tuvieran mirada.

“Benditos los ojos que pueden ver esta maravilla”, repetía hasta la fatiga, cuando un anillo, o un collar o unos aretes monopolizaban su deseo. Pedía que la joya en cuestión se guardara en un cofre grande que tenía guardados todos “mis pequeños tesoros” como ella misma los nombraba.

Un día sacó todo. Yo, extasiada, miraba deleitosamente cada pieza. Tía Clara sonreía: “Todo esto será tuyo algún día”, me susurró. “Dime, ¿cuál es la joya que más te gusta?”. Mi mano, atraída por el brillo de aquel anillo de brillantes, se estiró hasta tocarlo: “Me gusta éste, tía Clara”.

Ella rió estrepitosamente, campana sonando a rebato. “Heredaste mis ojos, sabes apreciar entre toda esta bisutería lo que es realmente bello”. Su beso largo mojó mi mejilla. “Será tuyo, no te preocupes”.

Y la verdad que para mí lo más valioso era su compañía, aquel deshojar de su tiempo generoso. Tía Clara se comía el mundo a través de los ojos: “Mira –señalaba donde estaba ‘la mujer dormida’– ese volcán debe sufrir con tanto hervor por dentro y sin poder expulsarlo. ¿Despertara algún día?”. Yo observaba en la lejanía aquella montaña dulce y coronada de nubes.

Para mí no fue una sorpresa que tía Clara quisiera construir una casa cerca de aquel volcán que amaba. Tío Julio, complaciente y munífico, proyectó el espacio más hermoso que podía imaginarse: una casa colonial mexicano, con sus enormes vigas, sus portones imponentes, sus nichos acogedores y sus ventanales que acaparaban la luz nítida del paisaje. El día de la inauguración fue un derroche de delicias. Mi tía invitó a toda la familia y a los amigos. Las mesas con flores competían con el color del mole, las enchiladas, el arroz dorado, la pierna adobada, los nopalitos a la vinagreta… Una semana completa para los preparativos de la gran comilona.

Yo deambulaba por todos los rincones, aspiraba el olor de las paredes enjalbegadas, de las flores deliciosas colocadas en búcaros espectaculares. Mientras en el jardín los invitados brindaban entre gritos y risas, subí al estudio de mi tío. Era la única habitación de la casa que no había visto terminada. Escuché susurros y, olvidando la educación recibida, empujé la puerta. Cerca de la ventana, los perfiles de Lupe y mi tío Julio se buscaban. Cerré sigilosamente.

Busqué a mi tía Clara. Bella, vestida de blanco y con su aderezo de esmeraldas en la mano derecha, “mi’’ anillo de brillantes. Me acerqué a ella. “Hoy combinan con tus ojos”, le dije, mientras acariciaba su collar. La abracé fuertemente, su mano cayó sobre mi cabeza, alcancé a ver el rostro de Lupe en el ventanal del estudio. Tío Julio reía en una mesa cercana. No quise separarme, yo era parte de ella. A la hora del brindis, descorcharon las botellas especiales que Lupe había traído; según escuché, era una caja sobrante de la fiesta de XV años de su hija mayor. Festejaron el vino, era delicioso.

El grito agudo de tía Clara me sustrajo de mi embeleso, se llevaba las manos a los ojos y gritaba: “¡No veo nada, nada!”. En su desesperación, rasguñó su cara con el borde del anillo de brillantes.

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Doctor Atl, Erupción del Paricutín (1943)

Ya nada volvió a ser igual. La casa cercana al volcán fue vendida, tía Clara hizo transportar su hamaca a la recámara, sacó la cama y hundió su cuerpo en aquel tejido blanco. Con las ventanas cerradas y una radio que fustigaba boleros como ascuas, se sumió en la calígine perpetua. Lo ultimo que dijo fue: “Pregúntenle a Lupe”.

Se investigó, en el restaurante de Lupe habían trabajado unos albañiles que se habían tomado unas botellas que luego rellenaron con alcohol etílico. Sólo mi tía Clara resultó afectada, ninguno de los asistentes a la inauguración había sufrido ceguera.

Desde su última frase, tía Clara no volvió a hablar. Mecía su cuerpo en la hamaca, mientras tío Julio se fue agostando junto con las plantas y las flores. La casa se percudió, perdió su luz.

Yo me asomaba a la recámara, abrazaba el cuerpo que se consumía; ningún gesto indicaba que sentía mi presencia. Mi tía Clara complicó su ceguera con la inmovilidad, como si al no tener pupilas que reflejaran el mundo hubiera perdido también la capacidad de caminar. A tío Julio lo fulminó un rayo íntimo, su corazón se quebró. Tía Clara se extinguió sin ruidos, como la vela al acabarse la esperma.

Nunca supe qué pasó con el baúl de tía Clara, desapareció, pero cuando cumplí 18 años recibí un regalo, mi abuela me lo entregó: era el anillo de brillantes de tía Clara y su hamaca; no hubo necesidad de palabras.
Vendí el anillo, construí con ese dinero una hermosa casa en las cercanías de “la mujer dormida”. Es una casa con grandes corredores.

Mi vientre es fértil. Mi mirada arrastra mares, paisajes, árboles. Tengo una mano feraz: planta que siembro, se da. Mi casa viste de todos los matices de verde, las buganvilias estridentes se desgajan de los muros. La luz se escabulle por todos los rincones. En el jardín hay dos árboles de troncos gruesos, un espacio ideal para mecerse en hamaca… Aun hoy no me atrevo a desdoblarla.

Acerca de Tania Rodríguez

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