La guerra de las cucharas cafeteras

Tengo aproximadamente veintiséis años de que no regresaba a casa, y como dos meses y medio de que me i9nstalé.

Las cosas siguen en su sitio, la puerta, el patio, una piedra. Pero también hay objetos que han cambiado de lugar.
La casa perteneció a los abuelos, en sí fue la herencia de mi madre. Mi mamá murió hace tres años.

Por esta casa han pasado muchos personajes, historias, anécdotas, como en todas las casas de familia, nada fuera de lo común.
Somos ocho hermanos, y todos hemos vivido en ella. Somos una familia que se ha mudado de domicilio a lo más cuatro veces; y retornado a nuestros orígenes de vez en vez.  En mi familia se sigue el canon de todas las familias: se nace, se crece, se multiplica y se muere.

Nuestra familia ya creció, del primer núcleo salieron ocho y de esos ocho, igual número de familias. Y así, sucesivamente, nos hemos ido multiplicando.

Cada uno de nosotros podríamos contar una historia, y nuestros hijos otra, así que podríamos compilar un libro de historias, lo cual sería interesante solamente para mi familia. Nada extraordinario. Por lo que si cuento esta historia no es para salir de lo ordinario, simplemente porque la quiero contar.

La muerte de mi mamá llegó y nos dejó a todos girando. Pasó un año, un año más y otro. Luego de la vorágine, las emociones, los recuerdos de cada quien fueron cosa íntima, secreta, familiar.

Acostumbrados a girar en el eje de la madre, en ausencia del padre, cada quien hizo su vida. La construyó.

Hoy cada quien tiene un recuerdo de su madre, cada quien habló y se comunicó a su modo con ella.
Yo me fui. Viví aquí, allá. Hice familia, la perdí. Recuperé parte de ella. Formé otra. Regresé.

Paradójicamente escribo desde una de las habitaciones donde vivió ella. Miro a través de la ventana por donde miró ella. Los recuerdos se me agolpan. Me levanto, voy a la cocina y la recuerdo, me preparo un té.

Trato de adaptarme al lugar, casi lo logro. Lo estoy logrando. Qué alivio.

Los ventanales de la casa son un gusto familiar, a mí me gustan y los disfruto, pero no sé por qué les puse una cortinas que me ciegan la vista.

La cocina es otro sitio desde donde se puede mirar hacia fuera.
Todos los días, desde que estoy aquí, tengo una rutina y la cumplo. Llego, abro la puerta de la azotehuela y también abro la ventana de la cocina para ventilar el lugar.

Lavo los trastos que están en la cocina, especialmente las cucharas cafeteras, algunas son parte de una vajilla, son diferentes a las demás. Son varias, las dejo sobre el escurridor.

Al otro día hago lo mismo, y me digo: “no cabe duda de que el hombre es un animal de costumbres”. Río.

Sin embargo, al otro día noto que faltan cucharas. No puede ser.

Sí, faltan cucharas; conforme pasan los días faltan cucharas. Hoy desapareció una jarra para agua. Especulo: “serán las hormigas”, es absurdo. Río.
Pero mi primera reacción es cerrar la ventana de la cocina y recorrer la cortina que me ciega la vista. Me encierro.
Al otro día, como buen animal de movimientos previsibles, sigo mi rutina, pero esta vez cuento cinco cucharas, cinco cucharas contantes y sonantes.
Esta vez sí puede ser. Me voy a mi escritorio y armo una estrategia contra las hormigas. La bautizo “El caso del robo hormiga”. Perdón, mi imaginación no me da para más.
Pienso en la tlapalería, compraré aerosol, un gis para pintar una raya, DDT… recuerdo que ese producto ya no existe en el mercado… otra solución.
Me rindo.

Más sereno, dejo que los días pasen, tomo un té e invito a un sobrino a tomar té, pero él prefiere tomar café, le digo que si se lo preparo, pero como buen gourmet, él decide catar su poción de café. Ese día solamente había dos cucharas, él me miró desconcertado y me preguntó que por qué miraba fijamente el escurridor de trastes.
–Las hormigas –le dije, apenas murmurando.
–¿Las qué? –repuso inmediatamente.
Y más seguro de mí, respondí:
–Las hor-mi-gas.
Una mueca es su rostro. Y casi escupe el café al suelo, si no pone una mano en la boca.
Al día siguiente, el colmo. Solamente había una cuchara. No me puse triste. Estoicamente, me retire de la cocina. “Hablaré con las hormigas”, pensé.
–Paremos la guerra de las cucharas cafeteras. Delimitemos su espacio y mi espacio –les dije.

Reconozco su rencor, siento que me ven como un invasor. Al fin, ellas estaban acostumbradas a pasar por este lugar, era su ruta.  Se apropiaron del territorio.
Sus pequeños ojos me miran con odio. No es extraño, yo he de ser un animal raro para ellas.
Pongámonos en los zapatos del otro. ¿Las hormigas usan zapatos? Pues sí, usan zapatos, como todos. Diferentes a los tuyos, pero usan.
Algo en el ambiente me dice que la serenidad tiene que hacer su trabajo.
La certeza de que las cucharas cafeteras desaparecieron no fue una alucinación, lucho contra las ideas de la serenidad.
Decidido. No les pondré ninguna pasta con veneno, ni aerosol, abriré las ventas sin temor.
Que si me duele la pérdida de las cucharas… Sí, me duelen las cucharas. Pero hoy regresé a mi rutina: llegué, abrí la puerta de la azotehuela, las ventanas del baño, la cocina. Mañana quizá recorra las cortinas… Y sólo para protegerme de la mirada animal, del rencor.

Primero de febrero de 2002, cdmx.

Acerca de Carlos Bustamante Hernández

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