Karla nos tenía asustados. No atinábamos a tratarla de forma adecuada. Al principio, pensamos que era una especie de juego; después creímos: es una particular forma de llamar nuestra atención; luego sospechamos de fallas e inconsistencias en sus facultades mentales y, terminamos por aceptar entre nosotros, la situación.
Investigamos con diversos grados de profundidad y en fuentes variadas, experiencias que pudieran estar relacionadas; sin embargo, ni la psicología-psiquiatría, ni la sociología, ni la teología, pudieron brindarnos datos y respuestas contundentes. Las incongruencias presentes en la manifestación del caso Karla, mi hermana, agotaban de forma sencilla cualquier teoría.
En algún momento, que ya nos es francamente difícil establecer –mi mamá dice que a fines agosto, mientras mi hermana Esther señala la primera semana de septiembre y mi papá sostiene haber observado la transformación final desde el mes de julio–, Karla empezó a criticar nuestra hedonista forma de conducirnos por la vida, en la cual, ni por un breve momento, estaba presente Dios, a quien no mostrábamos ninguna clase de respeto y todo ello en razón principal de nuestra falta de fe.
Reconocer el hecho sería el mejor de los inicios, nos decía, mientras extendía las manos hacia adelante, como lo haría algún actor personificando a Jesucristo en una película. El tono de su voz aumentaba de forma paulatina y solo detenía su avance hasta el momento en donde nuestro padre, más desasosegado que molesto le gritaba: “basta”.
Karla llevó las cosas a un nuevo nivel. En una tarde de fines de octubre, subió a la azotea de nuestra casa –tenemos una casa de dos plantas y en la azotea hay un par de cuartos utilizados como bodegas y que ocupan alrededor del veinte por ciento de la superficie total de la azotea–, y montada sobre un banco pequeño gritaba al viento sentencias relacionadas con la falta de fe de las personas en lo general y de la demostración de fe total de Abraham en lo particular.
Es el infierno real, para un grupo de personas racionales, amantes de las evidencias como prueba verificativa de los hechos, el que uno de sus miembros adopte a la creencia, como el elemento central de sus juicios. El único indicio que logro recordar como posible detonante de la situación de Karla, fue sus estudios autodidactas en Filosofía. Recuerdo su reacción desproporcionada cuando me refutó sobre algo que mencioné –quizá de forma inocente–, me gritó: “la Filosofía no es una ciencia”.
Gracias sin duda a nuestra racionalidad, es que hemos logrado, en la medida de lo posible, adaptarnos a tan infrecuente situación. Sin embargo, el estado de cosas volvió a violentarse cuando Karla nos expuso de forma ininterrumpida su pensamiento.
Abraham recibe un hijo de Dios, al que nombra Isaac, pero en breve tiempo, recibe la orden de sacrificarlo. Justo en el momento en que se ejecuta el sacrificio, Dios retira a Isaac, sustituyéndolo por un cordero. En todo esto, nos sigue diciendo Karla, se observa la resignación ante la orden de Dios. Abraham teme y tiembla por su hijo a quien ama; sin embargo, ama a Dios por encima de todo, y como confía en él, sabe que Isaac le será devuelto. Por tanto, esta paradoja demuestra que la fe está por delante de la razón.
Así como Abraham creyó, Karla también lo hace. Karla nos ha compartido que cuando Dios se lo ordene, terminará con su vida pues confía en él y, paradójicamente su vida no terminará.
Razones lejanas a la fe, o dicho de mejor forma, razones lejanas a su fe, es lo que le hemos entregado a Karla sus familiares cercanos, psicólogos, psiquiatras y teólogos. Es difícil elegir una emoción ante tal desasosiego.
Dios, ¿nos escuchas?
Ciudad de México, octubre de 2015.