Todo lo que escribo es cierto, pero nunca vivirá más que dentro
de ustedes mismos. Mi “intimidad”: lo que soy, está a salvo,
como lo está la de todos: indescifrable.
Chantal Maillard, fragmento 342, p. 222.
Filosofía en los días críticos es el nombre de los diarios de Chantal Maillard, poeta y ensayista española de origen belga. Estos diarios perfilan una escritura desde sí. Cada fragmento irrumpe por sacudidas, cual música tensa, cual hilo que se va destejiendo y tejiendo a la vez. La idea de subjetividad está marcada en cada página de estos diarios. ¿Cómo indagar por ella? Tal vez pensando que todo diario es un viaje personal y la escritura un camino de vida elegido de manera consciente.
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“Acaricio mi sufrimiento, lo acaricio y lo cuido porque es lo que más se me parece” (2001, p. 13). Así escribe Chantal Maillard, afirmando el dolor que mana del ser porque es lo real, lo que acontece en el tiempo. Cuidar de él supone un acto de voluntad en compañía de la escritura, las palabras y el silencio. María Zambrano afirmó que “escribir es defender la soledad en la que se está” (2004, p. 164); Chantal Maillard en Filosofía de los días críticos (2010), confiesa que escribir es una cura, pero también es el contorno de una expresión, de un grito, de un lamento. La escritura es así: un viaje donde las palabras, al cumplir su destino de carne, son camino para des-andar sobre lo que se padece. La escritura no es más que la posibilidad de destejer sobre uno mismo lo que se ha sido.
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Por el don de la escritura es posible la ausencia del yo. Las palabras buscan que el silencio guarde aquello improbable, aquello no atisbado. Todo lo que no se presenta de manera física es, en realidad, la justificación de los actos ejecutados. Salvo que, al final, ello se convierte en un deber, en una probable forma de continuidad. Chantal Maillard dice, previendo el borde que esa ausencia habrá de generar: “Necesito (…) alejarme de todo lo que sé (…) ausentarme del debo” (ibid., p. 62). La constitución de un modo de ser frente a eso que debería estar y que por fuerza de la escritura se nombra y se intenta alejar, se convierte en el anhelo de ser ausencia, no olvido o escape, sino una figura – otra entregada a una cierta naturalidad: “Necesito tan sólo sentir cómo un rayo de sol se aposenta en mi mejilla y desciende por la curva de mi cuello” (p. 62).
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Lorena Amaro Castro (2011) refiere, tras una lectura de Roland Barthes, que hay espacios neutros donde la subjetividad parece diluirse, hay una “presencia misteriosa de un discurso-murmullo que se sostienen como último escombro de la obra en demolición” (2011, p. 123). Es luego la escritura el retorno a esos espacios huérfanos donde la subjetividad se torna necesaria ausencia. ¿Qué aparece tras ella?, tal vez la ecuanimidad. Chantal Maillard, en el fragmento número 132, escribe: “Hoy, al menos por este día, he sido, soy la que no imaginé que pudiera ser alguna vez, y me conmueve constatar que la existencia adquiere una levedad que nunca antes hubiese podido suponer que tuviera” (p. 95). Al menos por este momento todo está bien, no hay un orden establecido, no hay formas hechas de juicios, medidas, balanzas; todo es ecuanimidad, ésta “hace que todas las cosas se encuentren en su momento y en su lugar. En presente” (p. 96). El hecho de escribir rompe con las maneras dadas, ilustra, de cierta manera, la posibilidad de lo nuevo, de una cierta promesa. Escribir como percepción de todas las cosas, en su momento presente, tal como son, sin atavíos secundarios. Escritura como acercamiento a la indiferencia. Nada habita en el interior, salvo esa sensación, esa neutralidad que da a saber que “todo está bien –que- (…) no hay ni mejor ni peor; cada cosa es lo que es y está bien así” (p. 95)”.
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El silencio como curación en el centro de todo acto. Permanecer en silencio tras la angustia, tras el dolor, y percibir cómo los objetos se ajustan y nos forman luego de la deformación sufrida tras aceptar que somos algo. Chantal Maillard lo reconoce como un volver a ese centro, “(…) donde el silencio describe el hueco e instala las cosas, de nuevo en la periferia” (p. 127).
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Rudolf Lassahn (1991) considera que el lado racional del hombre ha de cuidarse con esfuerzo e instrucción; permitir que la sombra del animal se superponga sería como retornar a la oscuridad de la caverna. La escritura como el silencio suscitan un extraño esfuerzo, no porque pese el hecho de llevarlos a cabo, sino para hacerlos instante entre instantes. Mientras Chantal Maillard escribía sus diarios retornaba a sí misma. El padecimiento de la enfermedad, el desamor o el olvido, no era menos que la muralla levantada para observar el horizonte y no la frontera. Acariciar el contorno de la muerte mientras la dedicación por vivir imperaba frente a todo signo de desaliento. Y ante todo, ¿qué era aquello que le permitía sostener su propio mundo? Escribir, no como un salvavidas, sino “como quien des-espera / para cauterizar / para tomarle las medidas al miedo / para conjurar / para morder de nuevo el anzuelo de la vida / para no claudicar” (2004, p. 74).
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“Decir sujeto es enunciar una especie de esclavitud, un concepto” (2004, p. 86). Así percibe María Zambrano el hecho de que a ningún ser humano se le presente el sentir de ser sujeto. ¿Cuándo se siente sujeto el hombre? Cuando ha reflexionado, cuando se ha mirado a sí mismo. Pero ese reconocerse a sí mismo parte, primeramente, de sentirse mirado. Es en lo otro donde el hombre construye sus diques. Toda referencia, cual espejo, funda un reto, un ir en contra de. Es a partir de allí donde el ser humano ha de Ser. Sin embargo, qué peso el que se carga al ser uno mismo, ser mí mismo. Chantal Maillard confiesa en el fragmento 101: “Padezco una enfermedad incurable: ser yo bajo todas mis circunstancias” (p. 73). Ese “ser yo” no es menos que la codicia de lo otro o la falsa humildad de objetividad. En todo caso, ¿no habrá el hombre de alejarse de sí mismo al haberse encontrado? ¿Cuándo habrá de suceder? Tal vez cuando las formas del deseo se haya extinto y no quede la fortuna de mirar o ser mirados. ¿Y qué queda? ¿Qué susurro, qué consuelo, qué último ladrillo para la nueva edificación? Chantal Maillard lo sabe, es la escritura el contrapunto frente a lo que intenta comenzar desde el impulso de ser: “Mi escritura es un “no” a la ausencia, es un “a pesar de ello”, un acto de voluntad frente a la nada” (p. 66)”.
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Escribir como un ir y venir entre lo que es y no es, entre lo que está y no está. Escribir como paladear constantemente la palabra poética, esa que “amplía en vez de restringir” (p. 75).
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La escritura como viaje que realiza el sujeto artista en su diario. ¿Qué es el diario? La forma de una huella que debe ser recorrida con plena minucia. Esa huella obedece a un sentido particular de concebir la vida. Amelia Cano Calderón (1987) concibe al diario como una narración íntima del mundo. Sin embargo, el diario actúa como una suerte de caleidoscopio pues sugiere una forma de mirar cual prisma que reduce la realidad a un punto común. La escritura del diario no es menos que la reafirmación del ser frente a lo inconmensurable, porque la página acontece tras la difícil comprensión de que el hombre es semilla plantada en un vasto prado. Chantal Maillard dice: “Siento en mí la naturaleza andrógina del universo. Soy el proyectil y el lugar de su impacto. Una fuerza inmensa me recorre queriendo alumbrar planetas y galaxias” (p. 94). ¿No se perfila acaso un deseo de comunión y de fusión con las formas que sobrepasan al ser humano? Esta escritura se revela confusión, pero no de duda o misterio, sino de una plena admiración: ser en lo que ya es, siendo mientras las cosas van tejiendo su orden, su pálpito, su modo extraño de ser.
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Todo diario es la forma acabada de un silencio, ¿qué página difícilmente escrita no lo es?, ¿qué aprendizaje, qué reconocimiento no está precedido por un silencio? Y el silencio es ausencia de sí, incapacidad de reunir el rompecabezas roto después del arduo juego con las palabras. Al fin de cuentas ellas han salido victoriosas.
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“¿Por qué dolerá ese músculo estúpido en el centro de mi pecho cada vez que, por delante de mis ojos, pasa la palabra ausencia? ¿Por qué no me ausentaré, yo también, de mí misma?” (p. 119). Porque ante el silencio que la escritura precede queda el ser hecho migajas. Al final del renglón esa palabra ausencia reúne el resquebrajamiento del mundo del sujeto: sus modos de ser, sus concepciones de vida, sus anhelos, sus utopías, sus errores, sus prejuicios; todo en vilo, a punto de desmoronarse. ¿Por qué sentir esa ausencia en el corazón? María Zambrano dice que el corazón es motor inmóvil, centro donde todos los sonidos del cuerpo tienen lugar. El corazón: “un ser viviente que dirige desde adentro su propia vida a imagen real de la vida de un cierto universo donde la conflagración no sería posible sin la extinción de una razón indeleble” (2004, p. 239). La escritura funciona al ritmo del corazón, hay un puente que une ambos actos: uno, el de decir lo que el cuerpo siente; otro, el de encender lo que el cuerpo olvida.
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Fragmento 144: una plegaria en favor de la armonía y de la felicidad, de la “conciencia originaria” de la que habló Foucault y de la cristalización de la pura subjetividad antes de escindirse.
Refugio del Hirguan. –Mi escritura es añoranza de la piedra y del musgo, de la corteza áspera y el enramado tibio, mi escritura es añoranza del agua del arroyo en los barrancos, mi escritura es añoranza del letargo felino en una rama oblicua, mi escritura es añoranza del bosque, es añoranza de mí misma. No escribiré. Aquí, esta tarde, no escribiré. Me envuelve la claridad sonora de la tarde. Se transparenta en lo verde la memoria vegetal del universo. (p. 107).
Esta escritura no desea retornar al ser que la parió. Esta escritura no obedece a un modo de mirar, a un modo único de palpar la vida como si la ceguera hubiera hecho abismo en cada espacio habitable. Esta escritura persiste en retornar al origen, quiere perderse, filtrarse cual hilo de agua. Esta escritura es añoranza de las formas elementales de la vida: la piedra, el musgo, la corteza y el enramado; el arroyo débil, el bosque, el mí. Y al reconocer Chantal Maillard que dichas formas ya son, que se agitan, que circundan bajo un orden de los elementos, comprende que no habrá que inmiscuir los modos en que el sujeto legisla sobre el mundo natural, porque ya son espejo del Todo, y no le queda más a ella, sujeto artista, que internar la pregunta del quién soy en la sombra de la piedra o en la humedad del agua del arroyo.
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Tal vez el territorio habitable donde se rehaga el lenguaje y la manera de imaginar represente una herida en el propio umbral del pensamiento sea el hecho de no escribir.
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Esta escritura de los días críticos quiere reafirmar al sujeto, desea izar un monumento a la subjetividad que todo lo quiere saber. Sin embargo, esta escritura de los días críticos anhela consumar la imagen del yo, destituirlo de su trono; persiste, noblemente, en hacer de la subjetividad soberana la forma de lo frágil frente a la ausencia, el dolor, el sufrimiento. La libertad del sujeto torna ser una huida de sí mismo por medio de las palabras, aquellas que, en el acto de escribir, aspiran a ser polvo diminuto entre el orden natural que auspician las cosas. Al final de todo queda la escritura: ojo-centro, ritmo único, temblor sonoro, lugar de encuentro, salvación de los espejismos, natalidad, promesa de la liberación. Nada más, ni el sujeto mismo queda, no quiere quedar. Ante esta conmoción de ideas que nos sacan de sí, Chantal Maillard afirma, en el fragmento 375, con una voz más que humana:
Siempre que vuelvo a la página que me dice, es para reencontrarme. O tal vez sea para soltarme de mí, sí, más bien para soltarme, para echarme de mí, para dejarme a solas y sin lastre. Porque me ocupo de mí en la página, me ocupo de mí y es a modo de exorcismo que me digo, para no estar tan llena de mí, para no ahogarme en mí. (p. 240).