Si en un principio fue el verbo, en la actualidad de los tiempos es la cultura del físico,
es decir, el poder sexual. En el principio el valor supremo, el valor de valores, estuvo representado por la palabra, llámese contenido vertido directamente por Dios en su cazón divino. Luego fue acción, es decir, la palabra vuelta obra, que alcanza su cumbre en el adagio judío cristiano de “por sus obras los conoceréis”: los conocerás por lo que hacen.
En la sociedad mexicana del siglo XXI se instaura un valor sobre los otros, el valor de estar bueno, no de ser bueno o buena, de estarlo, y más aún, de representarlo y aparentarlo.
Si el valor de la belleza física, corporal, en algún momento alcanzó dimensiones enormes durante la sociedad griega socrática en que el culto al cuerpo era de sobremanera importante, en la actualidad se instala como la palanca que buscaron los clásicos para mover el mundo. El camino ha sido largo, tan largo como la vida misma de los valores occidentales.
Luego del verbo –contenido divino-, durante milenios el valor supremo que rifó en sociedad estuvo representado por emperadores, reyes y tlatuanis. Su valor, es decir, lo que valían socialmente frente a sus para nada iguales gobernados, estaba designado directamente por la nunca cuestionable divinidad.
Aquí estuvieron enquistados los títulos nobiliarios con sus condes y condesas, marqueses y marquesas: la bendición estuvo sellada por el poderoso dueño del trono divino.
Pasaron los tiempos y el desgaste fue tan grande, que entonces no bastaba con la rúbrica jurada del parentesco divino, sino que hubo que revolver el tazón y destacar acciones colectivas que justificaran el valor en la tierra. Se valía entonces por lo que se estaba dispuesto a hacer y por lo que se hacía. El valor supremo entonces fue la valentía.
El valeroso caballero, llámese conquistador, guerrero, militar, tuvo en el campo de la acción la posibilidad no de cambiar su destino, sino su posición en la báscula social de la valía. Valió por su valentía. Pudo ser feo, amoral, cojo, tuerto, pero valiente y, con ello, ganar el corazón de la delgada doncella que desde lo alto de la torre del castillo le tiró su calzoncillo -pañuelo- blanco para que la salvara del dragón monárquico. Salía de ahí para caer en los brazos del valiente sujeto que, a pesar de apestar a sudor y establo, fue capaz de jugarse la vida por los caireles de la damisela.
Tiempos adelante, la fumarola espesa de la revolución industrial dislocó el estatus medieval del valor supremo y lo transformó en un bien que la rifaría por años: el valor del dinero.
El que valió más en sociedad ya no fue el almidonado emperador -enviado divino-; ya no fue el valeroso invasor de tierras y continentes –brazo de la expansión territorial y comercial de la época-, sino el nuevo ser de la urbe capaz convertir la fuerza de miles de almas humanas en mercancía concreta y sonante: el valor del dinero empieza su casi única escalada. Digo casi, porque vendría el antiguo poder del cuerpo a ocupar su lugar: “carita mata cartera”, aunque se empeñen los ortodoxos en sostener lo contrario. Las abuelas tenían la razón, “jalan más un par de tetas, que un par de carretas”.
Pero en el inter, hubo una aparente condición que la rifó hasta hace unos cincuenta años: el poder del conocimiento. Se pudo renegar de Dios, ser un bastardo, cojo, cobarde y pobre, pero el tener conocimiento –concretado en una profesión, llave del éxito en la sociedad posterior a la revolución industrial-, llenó el hueco de la sociedad industrial al demandar una fuerza rectora de la mano de obra.
Ser licenciado o ingeniero o un híbrido como abogado, garantizó durante lustros la valía social. No importó la conducta moral, porque las acciones estuvieron restringidas al crédito de la profesión. El título nobiliario fue sustituido por el título universitario.
Apenas hace unos cuantos años, todos pensábamos que el valor supremo en la sociedad era el billete. Parece que estábamos equivocados, no porque esta condición haya dejado de tener peso, sino porque el poder pro natura del físico, biológico, tomó la palabra y dijo contundente: “Todo lo que hacéis, decid y pensáis es en mi nombre”.
La condición física, la de siempre, se alza ahora como esa capacidad suprema de permeabilidad social que todo lo puede o casi todo, así parece por lo menos ahora. El hombre hermoso, la mujer hermosa, encajan perfectamente en el engranaje de las luchas de poder, porque él triunfa casi de manera irreparable, no hay remedio: está por encima de los demás poderes.
La sofisticación que adquiere este valor es tan difícil de describir, porque precisamente estamos inmersos en sus redes. Es su tiempo, es el tiempo de la cultura del físico.
Me niego a defender que se trata de una cultura hedonista, es decir, basada en ese principio filosófico del hedonismo como búsqueda del placer y supresión del dolor. Como nunca antes hay dolor, multiplicación del dolor que niega una sociedad hedonista. Más bien parece que la inmediatez o lo material son motores de la sobrevivencia del mercado. Dicho de otra manera, nuestra cultura es poderosamente material porque en el consumo se asienta la sobrevivencia del modelo de desarrollo capitalista.
Tampoco vivimos en una cultura completamente hedonista como la explicó e imaginó el vividor griego Epicuro (341-270 a.C.), quien predicó que la felicidad “consiste en vivir en continuo placer”. El placer en él se entiende como vehículo de felicidad, mientras que entre nosotros contemporáneos es fin.
Algunos pensadores actuales, a los que me uno, consideran que el dinero es el diablo. El demonio encarna conceptualmente el lado oscuro, escatológico, podrido y extremo del ser humano. Su referente, su opuesto dialéctico, es el poder creador y no destructor. El hedonismo fue destructivo como concepto porque asumió a este valor como supremo.
Tampoco creo que se trate de una sociedad plenamente cultivadora del mito griego desconocido para la mayoría de Adonis, aunque no por ello no practicado. El personaje ha pasado a nuestros días como la representación de la belleza física, hasta tal punto, que una diosa -Afrodita- se enamoró perdidamente de él: los dioses sucumben ante los encantos humanos.
Cierto que la cultura actual, la que vivimos dolorosa e intensamente en la actualidad, tiene rasgos de hedonismo y culto adónico (a Adonis), pero no lo explican por completo porque sólo son componentes. Adonis vive en la aspiración nuestra de alcanzar tal belleza mítica, que sea capaz de seducir y hace sucumbir a los dioses: el ser humano portador de un valor supremo, el valor de la belleza física.
La cultura actual no es un culto a Adonis. El personaje griego es nada más aspiración colectiva, pretensión en la generalidad de la ignorancia. De manera simbólica, esta belleza es humana, alcanzable a los mortales, posible en cualquier condición socio económica.
La explicación de las relaciones actuales como interacción de poderes (económico, intelectual, político) toma en cuenta todos los elementos posibles que puedan intervenir para explicar un fenómeno. Así, la cultura del físico trasciende lo puramente material y se convierte en esencia de natura.
El poder sexual está en la naturaleza y en nuestra naturaleza, pero es también construcción cultural, sus elementos son los ladrillos de la civilización de occidente.
Pero no sólo es edificio material, es también valor simbólico, representación. No solamente es estar buenos o buenas –guapísimos cualquier cosa que ello signifique-, sino hay que parecerlo y representarlo. En la cultura del físico, cualquier mortal puede aspirar a esta valoración contundente en sociedad. Cualquiera puede ser señalado por el dedo cultural de ser hermoso o hermosa, cualquiera puede cultivar estos principios y convertirse en discípulo. Son cientos de elementos que intervienen -de los que ya hablaremos en su momento-, como ropa, atuendo, adornos, tamaño del cabello, corte de barba, color del vestido, delgadez de las piernas, dirección de las cejas, etcétera, etcétera.