Como llovía a cantaros, no tuve otra opción sino refugiarme en una librería
entreabierta del centro de la ciudad, con disimulo y descuido el librero algo cansado,
levantaba su cabeza simulando darte una bienvenida, después se inclinaba lentamente
para observarte los zapatos, por supuesto mojados y destilando un poco de pantano;
que no te movieras fuerte y no tocaras muchos libros quería decir su ceño fruncido, yo solo respondí con mi sonrisa algo introvertida y desprevenida al primer encuentro
casual con el fantasma, leía poco y nada de ciencia ficción.
No los buscaba, no. Se aparecían ante mí como un fantasma. Entonces por respeto, por
sumo respeto a esos escritores y a sus escritos, jamás dije una sola palabra, en
principio dudaba de ese error y pensaba ¡es a propósito! y buscaba el propósito del
error y fallé. Fallé incontables veces, al final no tenían estupor las críticas, había una
suerte de censura en reprocharle a un escritor un equívoco, un lapsus, un pequeño
testallido de inconsciente.
Pero inevitablemente ahí estaban: signos de puntuación entreabiertos, mayúsculas
desaparecidas para iniciar un párrafo, puntos no finales terminando una oración,
algunas letras juntas que hacían hiatos que no eran hiatos, espacios inconclusos o
frases sin espacios, ausencia de tildes, un verbo imperfectamente conjugado, lo juro,
los vi. Veía letras muertas que desaparecían al final de una palabra, hasta una h
parecida a la de Enrique Jardiel, una h que carecía de importancia, de sentido.
Sin entender lo que me sucedía con los libros elegidos al azar como en una lotería,
comprendí que no existía otro placer sino aquél que hallaba en buscar una coma o una
tilde perdida, en descifrar el propósito de un error consensuado entre al menos unos
cinco: un escritor, un editor y tres amigos lectores.
Como no soy buen lector y como no llovía siempre, carecía de excusas para visitar la
librería en los días soleados, el ceño fruncido sospechaba de mi presencia en los días
fríos y como fiel cómplice guardaba un cruel silencio. Hace tres meses leo este libro,
hoy es lunes y hace poco ha parado de llover; ahora debo irme, él me lo insinúa tras
sus lentes, vienen los días soleados y el pánico por estar solo, no siendo esto poco, solo
hay dos errores en las 150 páginas leídas, uno de ellos es simple: un artículo definido
miente.
Salgo con desgano de la librería en la que soy un criminal, no llevo prisa, me espera el
olor del asfalto cuando la lluvia desaparece y la brisa alcanza a golpearte una vieja
herida, debo partir a las cinco menos tres, guardo un libro ya leído en mi regazo, temo
que me haya equivocado, no hay errores y siento un gran vacío. Son las cinco menos
tres, juro que devolveré aquel libro.