Dos recámaras había en nuestro modesto departamento, una la ocupaba mi madre.
Lugar de ensoñación, habitado por un tocador donde pululan frascos de cristales
coloridos con esencias de rosas, pachuli, arpegio, que llevan a cerrar los ojos,
aspirando paisajes de valles, lagos, montes, plumajes, vientos. Y un ropero, de acceso
restringido con llave, en el que se encierran pieles de zorro que al tacto desplazado,
parece ser su pelaje el que acaricia las yemas.
La segunda recámara era de mi hermana y mía, con una sola cama amplia
compartida, hasta una venturosa noche en la que mi hermana fue a dormir con mi
madre y se hizo costumbre. El cuarto entonces, me quedaba todo. Al cerrar por la
noche la puerta, encendía el radio muy quedito, sacaba de un escondite la novela
hurtada del librero de mi madre y bajo la luz exigua de una lamparita, escapaba
hacia los universos otros, recién descubiertos. Tenía once años. Me vienen, y no es
casual, dos de mis primeras lecturas nomás de letras, ya sin monitos: ”Cazadores de
microbios” de Paul de Kruiff y “Por siempre Ámbar” de Cathleen Winsor. Aún vibro
al recordarme a las tres de la mañana con el asombro al tope, sin poder despegarme
del libro, del que salían los hedores de los cuerpos apilados en las calles; los
lamentos, ruegos y maldiciones a un Dios inmisericorde; la imagen de un bebé
chupando el pecho de su madre infectada, ya sin fuerzas para impedirlo; el chirriar
de la carreta en la que se bambolean sin pudor piernas, brazos, cabezas, y el grito del
conductor embozado: ¡Saquen sus muertos a las puertas! ¡Saquen a sus muertos!
Era Londres 1665, azotado por la peste bubónica.