Susana supo que había encontrado su vida cuando vio entrar a Pedro en el establo y sin proponérselo presenció la cesárea que vino a hacerle a la vaca pinta. Ella estaba por irse pero un chubasco se lo impidió.
Sin mediar palabra Pedro le pidió ayuda con la mirada. Ella olvidó su intolerancia a ver sangre, el asco ante las víceras expuestas y se vio sosteniendo al ternerito recién sacado del vientre materno y limpiándose con la manga la sangre salpicada en su cara. A salvo ya ternera y crío, se miraron sonriendo. Soy Pedro Enciso, le dijo; Yo Susana Garduño. Sus ojos no pudieron desprenderse de los otros, como si con sólo nombrarse, se hubiera sellado un pacto definitivo. Mudos, en su mirada caminaron por senderos desconocidos, con la emoción al tope, hasta que un aguijón en el pecho le recordó: No era libre. Tenía apenas un mes viviendo con Luciano, desde los festejos de la Candelaria. Llegó a la fiesta vestido de charro, recordó; después de varios piropos al pasar, había traído al mariachi. Él mismo cantó para ella. Luego, ya subyugada, bailó sólo con él. No supo qué le pusieron en el ponche, pero cuando despertó, estaba sola en una cama desconocida, con un fuerte dolor de cabeza y otro más abajo del vientre. Luciano entró al cuarto ya con ropa de trabajo, sonriente le dijo: No tienes de qué preocuparte. Te miro desde hace tiempo y ya venía queriendo esto. Aquí vas a vivir conmigo.
No podía pensar siquiera en volver así a su casa. Se quedó callada, mitad con el deseo recién abierto, mitad con rabia.
Pedro Enciso interrumpió su pensamiento: ¿Cómo puedo verla, dónde puedo hallarla? Le dijo. En ninguna parte, respondió. Y aprovechando que había escampado, con un nudo en el pecho, echó a correr.