La oscuridad es amarilla por dentro.
Francisco Hernández
El color amarillo es para mí como el lóbulo de Van Gogh. De Vincent me gusta su demencia, su pasión por los girasoles, el verse multiplicado en sus cuadros, su pintura que parece brotar cual gotas de la tela.
El amarillo es mágico, paroxístico, es el polvo que cubre los pistilos, el gineceo donde duermen todos los sueños y se despiertan los encantamientos.
Algunas semillas tienen el núcleo amarillo, son embriones donde germinan las sílfides, imágenes tenues como un susurro, vestales tersas como los lirios.
De color amarillo es la piel de los hepáticos, de los enfermos incurables, de los impregnados de tedio. El dolor también es amarillo.
De amarillo está cubierto mi sexo y tu cuerpo frutecido en sabores ásperos como el níspero. La piel es diáfana y al tacto líquida. Con dedos de agua palpo tu epidermis, tu vello púbico, las uñas de tus dedos. Y me siento complacido.
Me quedo por siempre a tu lado, anhelante, erecto, con gemidos propios de un palúdico. Pero entre nosotros no existen brechas ni fallas telúricas. Tus coordenadas se acoplan perfectamente a las mías. Copulamos sin medida, sin relojes de sol ni brújulas de mar, y desde el fondo abismal de tus aguas marinas, el amarillo se desparrama como lava incandescente, caótica, ictérica.
Después de tantos experimentos genéticos, de utilizar sin tregua el microscopio de los sabios y la piedra filosofal de los alquimistas, logré concebir tu imagen fijada como un cromosoma amarillo.
Junio, 2004