Lidia tiene 32 años. Universitaria, esta entregada en cuerpo y alma a la fotografía, ha ganado varios premios internacionales, con sus claroscuros maravillosos y sus grises penetrantes en la penumbra de las alcobas vacías.
Siempre se encuentra rodeada de celebridades, pero permanece sola, deshabitada, extemporánea, como su fotografía primordial de un arcángel de yeso carcomido por el tiempo y patinado con una lluvia de olvido. En su magnífica cama, su cuerpo es indeleble, su corazón frágil y su llanto pernicioso.
Es piscis, cree sin prejuicios en las cartas del tarot y escucha música New Age. Ha tenido varios amantes, inclusive mujeres, pero continua hueca, con la oruga del vitriolo incubada en sus entrañas.
Una noche colocó el tripié y se tomó una instantánea. Se mantiene intocable con su cabeza coronada de rizos indómitos, su rostro de óvalo perfecto, su mirada acuosa, su vientre ligeramente hundido y su sexo lánguido de hermafrodita.
Salió temprano arrastrando una sola maleta rodante. Hasta la fecha todos ignoran su paradero.
Enero de 1967