Taipei, tras haber sido colonia española, japonesa y finalmente la ciudad más importante del comercio del preciado Chá (té en chino), además de asombrosa y multicultural, nos regala la historia del chef Chu de manos del afamado director taiwanés Ang Lee, en Yin shi nan nu (Comer, beber, amar, 1994).
Una carpa se retuerce al salir de la vasija de cerámica en donde permanece estática; dos palillos entran por su boca y de un golpe se vuelve en lo que será un manjar. Limpiadas las escamas, pelada la piel y perfectamente bien fileteados sus lomos, se cuadriculan para caer en una cama de harina, y luego ser ligeramente bañada en aceite hirviendo y sumergirse en un wok, para terminar de cocerse. Filetes de calamar son cortados con la sutileza de un tradicional cuchillo de cocina chino, no el clásico cuchillo de chef, sino una especie de hacha que alcanza a tener hasta cinco centímetros de filo. Toda la creación del chef Chu es llevada por más de veinte tiros y tomas formidablemente realizadas en la rutinaria cena de los domingos que prepara para sus tres hijas.
Cerdo asado a cocción lenta pasa por agua helada antes de unirse a un bowl de verduras para quedarse quieto en una vaporera de bambú durante unos minutos; el jugo que desprende todo en conjunto es vaciado para reducirse a salsa y volverse a reencontrar a la hora de servir.
Éste y muchos manjares más son sólo algunos de los platillos que el dedicado padre prepara para cenar sin saber el sabor resultante, pues ha perdido el gusto; sin embargo, el paladar de Jia-Ning, la hija mayor, alcanza a reconocer los errores de su padre, el cerdo está ahumado de más. Ella hubiera dedicado su vida a la cocina, pero la sociedad de Taipei en los años ochenta no permitiría que una mujer dirigiera una cocina, y quizá ahora tampoco.
Chu, siendo el chef ejecutivo del Grand Hotel de Taipei, dedica su vida a la cocina y no sólo la de su casa, pues descubre en la pequeña Jin-Feng a una fanática suya que llevará de almuerzo a la escuela sus delicias. La lista de peticiones de la pequeña es cada día más exigente tras haber llevado los dumplings de cangrejo que quedaron de la cena del domingo en casa. La pequeña será la más afortunada de esta historia.
La joven Jia-Ning decide celebrar un ascenso cocinando para su amante, entonces pasa por nuestra imaginación los sabores de manos de cangrejo salteadas con vegetales, ravioles de tofu con pollo, carpa con salsa de ajo, germen de soya salteado en aceite de pato, una tradicional sopa vietnamita de melón amargo… y así, con más de doce recetas por toma preparadas al momento, el genial Ang Lee nos hace salivar durante toda la película.
A manera de símbolo, un platillo particularmente rompible desquebraja la armonía familiar, un pollo rostizado en barro, no en una cazuela de barro sino un envoltorio de hojas de plátano que en su interior lleva un pollo con hierbas que, recubierto con barro siguiendo la forma del pollo, va al horno para que al salir se quiebre con un mazo y llegar así al jugoso interior. De igual manera, el destino lleva a todos por rumbos diferentes y la cocina pasa de una generación a la siguiente tras las divertidas noticias de nuestros comensales. Las cenas de los domingos quedarán bajo la batuta de Jia-Ning para la posteridad.
No conozco la versión hollywoodense de esta historia, sin embargo dudo que pueda superar la técnica, fruto de la formación estadounidense de la joya del Oriente, Ang Lee.