Pensar la Guerra

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Marcelo Montecino, San Salvador. El Salvador. 1982

  • Jazyhel Luévano

Hoy día es miserablemente posible asesinar a una persona de un solo tiro. Si quiere pasar desapercibido, si desea encubrirlo por algún tiempo, si las circunstancias ameritan discreción, es mejor hacerlo de esta manera. Si los objetivos son los contrarios, entonces fuera normas y reglas sociales para asesinar. Y es que he de decirlo y a nadie ha de sorprenderle, en Ciudad Juárez, como en ningún otro lugar, no se puede hablar de su historia sin hablar de las distintas violencias sociales asociadas. La historia de esta ciudad no puede contarse sin contar con el desierto, la frontera y el narco-capitalismo. Las sociedades de dominación construyen también sus estructuras para matar.

En los últimos meses del año 2007 comenzaron a perpetrarse asesinatos a sangre fría de personas que eran sorprendidas desarmadas, en plena vía pública, sobre sus autos, en semáforos, calles, avenidas, en lugares públicos y concurridos, a quemarropa, ya sea frente a escuelas primarias, antros, puestos de comida, esquinas y banquetas, sin mayores miramientos, con cortinas de fuego de cientos de disparos de armas de alto poder. Quizá usted sepa lo que es escuchar un disparo o una ráfaga de este tipo, tal vez lo sabe de una manera muy cercana o un tanto obcecada. Para la ciudad de esos años, la conmoción nos era una mezcla enorme de miedo, asombro, confusión, tristeza y el inicio abismal, familia por familia, de la desolación.

Los medios de comunicación locales daban cuenta del horror desatado que colmaría los siguientes seis años, por lo menos. La noticia de este tipo, ocupaba la mayor parte del tiempo de los noticiarios, con tratamiento de hecho extraordinario; las imágenes, desde siempre, recuerdo que eran crudas, directas: cadáveres ensangrentados, con los brazos lacios, la cabezas pesadas al vuelo, el cabello anegado en magma y muchas veces masa encefálica; casi siempre la boca y los ojos abiertos, bien abiertos, como mostrando estrujantemente el último rictus de comprensión, angustia y tristeza de los postreros instantes por los que pasaron cuando aún eran personas.

Los diarios también hicieron lo propio, según sus propias diferencias. El principal de la ciudad se sumó a esta manera de dar noticias, pero para no llenar sus páginas con lo que los medios de comunicación consideraban políticamente incorrecto, creó un diario amarillista donde lo característico son los cuerpos destrozados a balazos y las mujeres desnudas cohabitando sus hojas.

Los medios decían lo que la presidencia decía al respecto; es decir, reproducían el discurso oficial que quería explicar este nuevo fenómeno de violencia en la frontera diciendo que estos asesinatos se debían a una lucha encarnizada entre cárteles de la droga en “pugna por la plaza”; que había que entender que eran grupos muy poderosos, que hasta de cierta manera se sobreentendía, tenían la capacidad de enfrentarse directamente a las fuerzas del Estado, claro, “no sin llegar a buen puerto”. Al final de cuentas, su “pelea” por la plaza evidentemente ponía en riesgo al millón de juarenses que estaban instalándose en una nueva y profunda crisis de “seguridad”, lo cual hacía inexorablemente necesario “poner orden”, enviando al Ejército mexicano, pues cuando los ataques armados llegaron hasta las filas de la policía municipal “evidenciaron” sus colusión con el “crimen organizado” sin dejarle lugar al crédito social del que gozaban las Fuerzas Armadas de la nación.

A la par, los medios de comunicación abonaron fuertemente la indiferencia ante esta violencia, reforzando el prejuicio de que las personas asesinadas “en algo andaban”; de hecho fueron los medios quienes acuñaron el término “ejecuciones” y alentaron la presencia militar en la ciudad junto con narco-políticos y narco-empresarios.

En marzo del 2008 el Ejército mexicano ocupó Ciudad Juárez, por lo menos visiblemente. Arribaron dos mil quinientos efectivos militares, con vehículos artillados, para patrullar la ciudad y el Valle de Juárez, y so pretexto de un “operativo” para restablecer la “paz”, de una “guerra contra el narcotráfico” y de “velar por la seguridad”, catearon miles de viviendas, detuvieron a miles de personas atropellando sus derechos humanos, instalaron retenes permanentes y fugaces, tomaron el control de carreteras y caminos, y poco a poco, pero rápidamente, tomaron el control de las policías locales, de tránsito, de aduanas y garitas, de comercio. También estaban presentes en el operativo las demás fuerzas policiacas: estatales y federales.

Al contrario de todos los resultados anunciados, la violencia no paró, se recrudeció, aumentó sus fauces en cantidad y cualidad. De contar una o dos “ejecuciones” al día, se pasó a quince o veinte diarias. Había personas asesinadas de las más variadas formas; del asesinato en la vía pública se vivió el asesinato a quemarropa en viviendas, fusilamientos, desapariciones y tortura, cuerpos diseminados en partes por toda la geografía de la ciudad: la cabeza en una hielera a lado de un minisúper al sur de la ciudad, piernas y dedos en una bolsa negra a lado del camino de terracería al suroriente, brazos y tórax en alguna calle del centro… asesinatos tumultuarios en centros de rehabilitación, masacres que tenían lugar en fiestas juveniles ya fuera en viviendas o antros, cuerpos descabezados colgantes en puentes, miles con tiros de gracia y restos deformes de brutales golpizas. Lentamente comenzaron fenómenos de violencia no vistos antes en la ciudad, como el secuestro y la extorsión.

Hasta que tuvo lugar el cambio de mando en el patrullaje de la ciudad, el Ejército delegó a cinco mil efectivos de la Policía Federal, quienes se afianzaron y tomaron la fuerza destructiva que los caracterizó.

Ahora la Federal tenía instalados por toda la ciudad retenes y operaciones de sobrevigilancia en los que se dieron más violaciones a los derechos humanos, robo de pertenencias, acoso sexual, chantaje, detenciones arbitrarias, golpizas. La extorsión llevó a la quiebra a miles de pequeños negocios y comercios familiares, obligándolos a cerrar o a sepultar a sus miembros, ya que para la gran mayoría las cuotas eran impagables.

Junto a esta presencia militar-policiaca, de nuevo rostro y cuerpo, de giro neoliberal, instituciones machistas y asesinas, también crecieron las desapariciones de mujeres vinculadas a la explotación sexual e incrementaron los feminicidios. ¿Cómo fue posible que toda esta violencia sucediera frente a la sobrevigilancia? ¿Cómo grupos fuertemente armados podían transitar y atravesar la ciudad, de manera impune, sin ser molestados, para perpetrar masacres como la de Villas de Salvárcar, en 2010? Esta manera de hacer tanta violencia deja claro que detrás de todo estaban y están grupos perfectamente organizados para matar, que contaban y cuentan con venia política y aliento económico; y un propósito no enunciado directamente sino más bien encubierto. Hoy esto está por todos los lugares del país.

Al llegar a la Ciudad de México, lo que me recibe en el terreno político –entre otras cosas, afortunadamente–, es una lucha electoral enloquecida en las delegaciones y un acalorado debate acerca de la lucha política por esta vía y las condenas morales a la abstención, lo que de alguna manera me pareció bastante grotesco. ¿Usted cree que en un país donde no se respeta la vida se respetará el voto? Y es que la Ciudad de México aún no se da cuenta, no entiende ni asume que estamos en Guerra, que el Estado mexicano ha comenzado con ella en contra de los pueblos y por ende está asesinándolos, asesinándonos.

Con el pretexto del combate al narcotráfico, ha atacado sistemáticamente a campesinos, indígenas, jóvenes, estudiantes, mujeres… y a la par impulsa megaproyectos económicos y ecocidas, legales e ilegales, como la minería a cielo abierto, la tala clandestina de bosques, la construcción de infraestructura para el turismo capitalista, el trasiego de armas, drogas y trata de personas.

En los últimos años los gobiernos mexicanos han invertido cantidades no vistas antes en tecnología militar, entrenamiento y armamento, en restructuración de sistemas carcelarios; algunos sectores de la ciudad ya lo viven. Las represiones se han endurecido como no se habían sentido en años, se han militarizado, hay cientos de presos políticos, pero la ciudad en sí no se ha detenido a pensar la Guerra. ¿De dónde viene, qué motiva esta nueva guerra? ¿Por qué? ¿Cómo detenerla?

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