Para Ivonne, que sabe de Otelo
Un candado tiene el corazón
y tú tienes la llave, que
abrirá para siempre el amor
que yo siento por ti.
Un asunto shakesperiano con fondo de bolero
Fulgencio se recostó en el respaldo duro de la silla. Respiró hondamente. Era la tercera vez que llamaba a su casa. El repicar del teléfono sin que nadie lo contestara, atizó su enojo.
Del mercado a la casa eran escasos treinta minutos. ¿Por qué se había entretenido? El lunes fue igual. Hoy no le creería. Si le salía nuevamente con que la fila de la carne era muy larga, se juraba que a partir de mañana no volverían a comer carne. Total, con lo que estaba. Los frijoles podían equilibrar la dieta. Al menos era lo que decían en el curso de nutrición que había tomado en la oficina. Al ver a su jefe, Fulgencio recompuso su cuerpo, encendió la computadora y se dispuso a trabajar, mientras constataba la hora en el reloj de su muñeca y en el de la pared. Se aflojó la corbata. El calor le brotaba desde adentro del pecho. Hoy no tomaría. Aunque los compañeros se lo pidieran, algún pretexto sería bueno. Nunca decir que se sentía enfermo, él era fuerte, sano. Sus caminatas tempraneras, eran atestiguadas por sus sólidas piernas. No tomaría. No. Se avergonzaba aún de la última vez que lo hizo. Todavía resuena en sus oídos el ulular de la sirena. El rostro de Irene que lo contemplaba desde la camilla. El reproche de sus ojos. Hubiera preferido que lo insultara. Ni siquiera preguntó qué hubiera podido ser, ¿niño, niña? No había sido su intención, pero el borde de la bañera estaba muy cerca cuando él zarandeó a Irene. El cuerpo como badajo chocó contra el frío metal. Los ojos no mienten. ¿Qué acaso no son los ojos del alma? La vio, claro, su coqueteo era disimulado porque se sabía observada. Pero su voz con fondo de gorjeos lo llagaba. Hablaba de cine, de la última película de Brad Pitt. Como si supiera de cine la muy perra. Quién viera de dónde la había sacado. Pero ahora con su vestido de Suburbia y su tinte rojizo se sentía Julia Roberts. ¡Ja! Ni siquiera le llegaba a la estatura. Fue entonces cuando Carmelo se acercó donde él estaba. Después de advertirle que tuviera cuidado –Irene se estaba poniendo guapísima y había cada gandalla– se alejó sonriendo. Podía sentir la mirada de todos puestas en él, el ofendido. Una copa lo calmaría, y otra, y otra y…
Irene ha estado distante. Pero él, ¿cómo podía estar seguro de que el dentista no fuera a enamorarla? Por eso tuvo que ir, entrar al consultorio, interrumpir en el cuartito donde Irene, con la boca abierta y los ojos desorbitados, lo vio parado frente a la silla del doctor. ¿Con qué intenciones le había puesto ese dentista la música de madre no sé qué, si no era para enamorarla? Se aprovechan de la cercanía de la paciente, tan fácil que sería darle un beso. Pero a él nadie lo engañaría. Nunca más. Se ve a sí mismo observando cómo la madre baja de un coche diferente cada día. Ha hecho su cena, ha lavado los platos, hizo su tarea, planchó su uniforme y después se acodó en la ventana, como todas las noches. Cuando oye los pasos que resuenan en las escaleras, corre a la puerta esperando que la madre quite el enorme candado con el que aseguraba su tranquilo deambular por las calles.
No puede estar en la oficina, se marcha a su casa, se esconde.
Desde la esquina tiene la visión completa en la cuadra. Un taxi se acerca. Es ella. La enorme bolsa del mandado la hace caminar con dificultad. Espera un momento. Corre hacia el interior del departamento. Huele su cuerpo, se agacha, le abre las piernas, introduce su nariz en busca del rastro delator. Saca las cosas con fiera determinación de la bolsa del mandado, hurga en la cartera. Grita. Grita. Grita. Puta. Corre hacia la pequeña bodega donde todas las cosas viejas se han ido acumulando. Busca. Busca. Por fin encuentra. Tropezándose regresa a la cocina donde Irene desmadejada, estupefacta, espera. Fulgencio la golpea.
Los golpes caen como lluvia tropical. La manos que tratan de defenderse. El hombre recio que somete. En la mano, el enorme candado oxidado es manejado con dificultad. Entreabre las piernas de Irene mientras la carne conoce el duro metal. Sólo yo tengo la llave. Sólo yo tengo la llave.