- Carmen Saavedra
El silencio habitó mis manos.
Dulce. Como un hijo.
Enmudecí y fui sabia.
Aprendí a a mirar lo que existe
y no se toca.
Sangré. Pequeñas sangrías
que destilaron lo intoxicado
de mis gangrenados versos.
Asombrada de llegar hasta aquí,
completa, con ojos y piernas,
con ganas y sonrisas.
Asombrada de seguir viva
después de las mil muertes,
después de trabajar
con la miseria cotidiana.
Escuché a Rodríguez
y asumí de nuevo los retos,
la posibilidad del milagro.
Por decisión y no destino,
florecí en azul-violeta,
en luna cicatrizada.
Pocos me escucharán ahora,
pocos entenderán mi espíritu gitano
que celebra contra viento y marea.
Quizás con más años y menos probabilidades.
Quizás con menos gracia,
pero siempre hablando contigo.
Pero siempre dispuesta
a la belleza,
al atrevimiento,
a la creencia.