Como siempre, es obligado decir que la historia que aquí se cuenta pertenece al terreno de la absoluta ficción, aunque el país siga siendo el mismo y pertenezca al terreno de la sorprendente realidad”.
Taibo II, México D. F., 1987. Regreso a la misma ciudad y bajo la lluvia.
Uno
Apenas amanecía en Casablanca, Marruecos, cuando Marouane levantó el auricular del teléfono y llamó a Federico.
–¿Cómo estás?
–Bien. Hace mucho que no me llamabas.
–Lo sé. Acabo de encender el televisor y me encontré con la noticia de que El Chapo se ha escapado.
–¡No lo sabía…! —respondió Federico con un gesto de asombro que le llenó la cara.
–Creo que es normal; siempre sucede que los primeros involucrados en un asunto son los últimos en enterarse.
–Hace un mes que estoy en Florencia para resolver algunos asuntos. Debe ser de madrugada por allá, y de seguro la gente sigue durmiendo.
–Bueno, ¿todo bien?
–Sí.
–Te llamo después.
Marouane es alguien de pláticas breves, muy afectivo y preocupado por los suyos, pero de palabras cortas para expresarlo. Por unos instantes permaneció dubitativo, con el teléfono en la mano. Pensó que no iba a ser fácil para el gobierno mexicano y los medios de comunicación oficiales explicar un hecho de tales magnitudes.
Se acercó a su escritorio y abrió la laptop. Aprovechó la inmediatez de Internet para encontrar las primeras declaraciones del presidente de México, quien permanecería en Francia para un acto tan solemne como la conmemoración de la Toma de la Bastilla.
–¡Qué cinismo!
Siguió paseando su atención en la nota periodística de cualquier medio digital, en la que se podía leer que Peña Nieto dejaba en claro que él y sus 399 funcionarios (ahora), permanecerían en el país europeo bajo el arropo de su homólogo francés, François Hollande; y que sería el Secretario de Gobernación el encargado de regresar al país para esclarecerlo todo.
Marouane estuvo leyendo diferentes artículos que circulaban por la red. Había transcurrido media hora desde que hiciera la llamada. Despegó los antebrazos del escritorio y recargó la espalda contra la silla. Sacó algunas conclusiones de la poca información de la que disponía.
–Tardarán algunos días en ofrecer a la ciudadanía mundial las primeras explicaciones que arrojen las investigaciones. Cualquiera que haya sido el motivo de esta fuga, debe de ser en primera instancia un insulto para México, para la inteligencia; y ésta habita en cualquier rincón del planeta. Bueno, la verdad es que los políticos de profesión saben cómo limpiarse la cara ante la opinión pública cuando un hazmerreír tan grande se las ensucia. Podríamos pensar que el presidente en turno, con esta encomienda a su Secretario, ya comenzó a trazarle el camino para que sea su sucesor. ¿Cuándo son las elecciones presidenciales en México?
Dos
El abuelo o el apá, dependiendo de la edad del conocido o el cliente, es la forma en cómo se dirigen a él. Acostumbra abrir su pulquería un domingo sí y uno, no. Habían transcurrido dos semanas desde que los tabloides amanecieron con la noticia principal. El abuelo no es afín a los periódicos, considera que estos sólo sirven para aumentar la decepción, la impotencia, y que el mayor mérito que pueden tener, es obsequiarle pláticas a la gente y no hacerla pasar por desinformada, o en un caso más extremo, por ignorante.
Hablaba con Poncho desde hace una hora. La plática giraba alrededor de la noticia principal.
–Te digo que esto le dio la vuelta al mundo desde el primer instante, apá. El esposo de una vecina, italiano él, está en Florencia, haciendo no recuerdo qué cosas, y recibió una llamada de un amigo suyo que vive en Marruecos para informarle lo que aquí está sucediendo.
–¡Son chingaderas! Ese güey no se escapó –el abuelo estaba especulando–. Hay quienes dicen que lo dejaron salir desde hace un mes, que lo llevaron de la mano hasta la salida y que lo del hoyo aquel es sólo una cortina de humo más.
–En estos asuntos, apá, hay mucho humo y cualquier teoría puede ser válida. Mira —le estaba mostrando una foto en el periódico, era de la casa donde comenzó a construirse el agujero de gusano que hizo retroceder (una vez más) a México en el tiempo y por el cual el capo conseguiría su libertad.
–Les quedó chingón el techito del sótano, con todo y sus viguitas metálicas pa’ sostener el piso superior –aleccionó el abuelo.
El televisor a menudo permanece encendido; sin embargo, esta vez, nadie le había prestado atención hasta que en la caja apareció una muchacha que mediría alrededor de 1.60 metros, corresponsal de un medio con raíces extranjeras y que sólo se podía observar por televisión de paga. No está por demás decir que el progreso también ha alcanzado estos lugares.
La reportera estaba enlazada en vivo y aseguraba que lo que iba a hacer era una exclusiva del medio donde trabaja. Desmontó una tapa del suelo de madera, como se desmonta la tapa de una cisterna de agua, e ingresó al sótano que aparecía en el periódico de Poncho. Una vez adentro recorrió el lugar con la lente de la cámara. Se alcanzaron a observar los restos de lo que debieron ser instalaciones eléctricas, botes con residuos de mezcla de concreto, un par de motocicletas con un tanque de diesel amarrado a los volantes y la voz de la periodista argumentando que “éstas fueron utilizadas por El Chapo y su acompañante para recorrer el kilómetro y medio de distancia que hay del penal a la casa”. Lo último que se le vio hacer, fue adentrarse unos metros en el túnel, el cual era un poco más grande que ella, asegurando que conforme iba avanzando, “era más difícil respirar”.
Parece que el suelo es bueno –dijo el abuelo.
–¿Cómo le hicieron? –secundó Poncho.
A nuestros dos personajes se les había olvidado que no estaban solos en el lugar; de hecho, un par de muchachas que apenas debían rebasar la veintena de años, llegaron antes que Poncho; ocupaban una de las mesas de madera vieja dispuestas para los comensales, y permanecían una mesa por delante del ingeniero, que al igual que Poncho, ya formaba parte de la escenografía del lugar. Éste estaba vaciando su tarro y, cuando terminó, se puso a pontificar.
–¡Ah…! La madre tierra siempre tan bondadosa con sus hijos; aunque estos se porten bien o mal, ella siempre es generosa.
Entonces comenzó con su explicación.
–Por lo que se pudo ver en aquellas imágenes del televisor, resulta que ese terreno es bondadoso; es arcilla de la buena. Estratos superficiales de suelo que se pueden remover con pico y pala, con una cohesión que permite hacer una franja de aire en medio de su cuerpo sin que éste se venga abajo. He visto pocas imágenes del sitio –contando las del reportaje recién transmitido–, sin embargo, puedo decir que la sobrecarga del lugar es insignificante. Entiéndase por sobrecarga todo cuerpo ajeno al suelo que reposa encima de él. Ésa es la razón por lo que en las estaciones del metro vemos gigantes de concreto o acero sosteniendo la superficie.
Ahora, ese pequeño agujero no fue hecho artesanalmente; alguna tecnología de punta se debió ocupar para perforar. No nos debe sorprender el poder que tienen El Chapo y su gente para importar la maquinaria necesaria. Recuerdo que en algún intercambio escolar, cuando tenía la edad de estas dos jovencitas, y casi sin querer, terminé en Holanda. Me presenté con el ingeniero con el que debía trabajar, me dio una introducción de lo que se estaba haciendo, con un lenguaje en demasía técnico. Fueron mis ojos los que me tradujeron las palabras de todo el discurso del ingeniero holandés al momento de ver los planos hidráulicos y estructurales. Me percaté de que era un grupo de túneles de casi seis metros de diámetro que debían cumplir con la función de desaguar el gasto hidráulico del mar para evitar que el país se inundara. Mis ojos y mi boca se abrieron todo lo que pudieron para medir el tamaño del compromiso que me había echado al hombro, como ya dije, casi sin querer.
Lo primero que hice fue investigar con qué habían logrado hacer un hoyo de semejantes proporciones –apenas se estaba perforado el primero del grupo–, y entonces me presentaron un gusano de origen alemán con una cabeza tan grande como la del agujero y cuando menos de la mitad de largo como de un vagón del metro.
En todo lo largo del túnel se encontraban distintos tipos de suelo; entre más cerca del mar se estaba, el suelo en su mayoría eran arenas, entre más lejos, eran arcillas. Se empezó a forjar el túnel donde el suelo era tan similar al del pequeño agujero. Nosotros conducíamos el gusano y éste devoraba y se arrastraba muy tranquilamente entre la tierra hasta que la suerte se nos acabó, por así decirlo: encontramos piedra durante la perforación y al pobre gusano alemán se le enchuecaron los dientes cuando le tocó morderla. Los estudios de mecánica de suelos habían previsto estratos blandos, con gran plasticidad, pero como todo lo que hace el humano es falible, ésta no fue la excepción. La reparación del insecto metálico fue una molestia de su tamaño, pero en ese instante, agradecí que a Artemio, mi excompañero de clase, se le hubiera ocurrido abandonar la carrera en el último semestre, puesto que eso me abrió la oportunidad de viajar a los Países Bajos…
Poncho le había acercado otro tarro de blanco al ingeniero desde hacía un rato. Éste le dio un trago para limpiarse la garganta de tanto comentario que le había llenado la panza de aire y que lo dejaba inmerso en una atmósfera de pretensión para los desconocidos que apenas llegaban y lo agarraron a mitad de su disertación. Culminó lo que tenía que decir:
–Bueno, para los negocios intocables de El Chapo, conseguir un pequeño gusano, o una perforadora que haga la misma función, no debe representar mayor problema. ¡Eso sí! Por más pequeñas que sean esas máquinas, hacen un chingo de ruido y sacan un chingo de tierra; ambos ausentes tanto en los testimonios de los lugareños como en las investigaciones de las autoridades. Sólo los reos, por lo que se lee en las noticias, han dicho que tres días antes de la fuga se escuchaban ruidos extraños. Todo lo anterior, en conjunto, nos hace pensar mal. Ya saben lo que dice el viejo refrán…
Tres
El flujo de gente impedía que la puerta de cortinas oscilantes se estuviera quieta; el establecimiento se llenaba y se vaciaba, entre tanto al abuelo le hacían falta manos para despachar los curados. Los presentes, que pudieron escuchar la explicación del ingeniero, permanecían en silencio pensando en lo que había dicho el técnico; hubo quienes, entre pequeñas risas irónicas o con el mismo silencio que los otros, lo tildaban de embustero, de “farol”. De la sinfonola dispuesta por detrás de las mesas de madera, se dejaba escuchar una pieza de música ranchera, cortesía de la casa. Daba la sensación de que la noticia principal dejaría de ser tema de conversación, hasta que una de las dos muchachas presentes desde los comienzos de este relato, alzó la voz.
–Nosotras crecimos cerquita del pueblo donde nació El Chapo.
–Antes se vivía en la miseria –añadió la segunda.
Las muchachas narraban el pedazo de suerte que les había repartido la vida a sus padres y a ellas, “un sitio miserable para tener hijos y formar una familia”. Se llegó al punto de cómo cambiaron las cosas al momento en que El Chapo y su gente levantaron las primeras obras de drenaje, luz, agua y pavimentación en el pueblo del capo; y que el pueblo de ellas se había beneficiado de todo aquello por la cercanía. Contaron, sin inhibirse, que ellas habían pasado sus estudios de jardín de niños hasta preparatoria en las escuelas que fueron construidas por “Don Joaquín”, como le dicen por allá. No podían ocultar su malestar contra toda la serie de lo que ellas consideraban insultos e injurias que se le atribuían al líder del Cártel de Sinaloa.
–¡Es un asesino! –gritó alguien.
–¡Los justicieros también! –sentenció otro.
Las muchachas, alternándose, explicaban la manera en cómo se consigue el dinero por aquellos lugares.
–Las familias campesinas y las obreras somos mayoría por aquellos rumbos. Se nos cita en un lugar específico y nos llevan a las faldas de la sierra en camioneta; a partir de ese punto comienza una caminata de tres hohoras hasta que uno prácticamente se extravía y pierde de vista el camino de terracería por donde circulan las camionetas.
El proceso era sencillo, según la explicación que estaban ofreciendo. Decían que la amapola era recolectada por otras personas a las cuales nunca vieron, pues, cuando ellas y los demás arribaban al lugar, la hierba ya estaba sobre las mesas.
Era una suerte no tener que recolectar la hierba, porque aquellas personas estaban más expuestas a que las vieran los helicópteros del Ejército. Ellos hacían recorridos aéreos y aunque no hubiera señales de movimiento, descargaban las ametralladoras.
–En un par de ocasiones casi nos alcanzan las ráfagas de plomo.
Su trabajo consistía en desmenuzar, con ayuda de unas uñas metálicas que se les ajustaban a los dedos, la perla de la amapola. Una serie de cabañas discretas cubrían a las personas de las inclemencias climatológicas mientras estaban trabajando. Juntaban el relleno que salía de la perla y lo ponían en unos recipientes o en costales para que luego fueran llevados a los laboratorios.
–Nunca conocimos los laboratorios. No se bajaba de la sierra hasta que se terminara de desmenuzar la hierba. Se regresaba como se había llegado, pero ahora con el cansancio cubriéndonos todo el cuerpo.
El abuelo ya podía ver el fondo de los botes; la tarde había sido buena con su bolsillo. Se acercaba la hora de cerrar, el cielo se hacía opaco y se dejaban ver las primeras estrellas. Quedaban pocos comensales en el lugar, entre ellos, el ingeniero, Poncho, las muchachas, los que habían opinado líneas arriba y acaso alguien más.
Se escuchó un estruendo. La puerta de cortinas oscilantes había sido abierta con violencia. La persona que interrumpió las anécdotas que se estaban compartiendo, se recargó contra la barra donde se despachaba el pulque y se colocó a un costado de Poncho. Éste se llevó un cigarro a la boca y le preguntó si quería uno; no hubo respuesta. Se guardó silencio por unos instantes, la música abandonó a los comensales tiempo atrás. Sólo se alcanzaba a percibir el chillido de las bisagras oxidadas de la puerta que no dejaba de bailar; “tengo que arreglar esa molestia”, se dijo el abuelo. De pronto, la persona levantó la cara y paseando los ojos sobre todos los presentes gritó con toda la conciencia de lo que representa la siguiente consigna:
–¡Nos siguen faltando 43!
Era un domingo 26 de julio…
Cuatro
Apoyó la rodilla derecha contra el suelo, desabrochó el candado y lo colocó en el ojal de la puerta metálica, volvió a abrocharlo para después ponerse de pie y comenzar a andar entre la oscuridad. Caminó media calle hasta encontrarse bajo el arropo de un faro; desdobló el periódico que dejó Poncho en el local y leyó el titular: “Ayotzinapa, diez meses sin respuestas”.
–¡Pinches noticias! Nomás sirven pa’ hacernos pendejos. Lo arrugó y lo dejo caer al suelo.