- Araceli Ordoñez Cordero
Las cinco de la mañana y el reloj no suena. Qué cabe más en la cabeza que un buen vaso de leche, a punto de soltar el llanto por la desesperación; no pudo dormir, no pudo cerrar los ojos, cuatro días, cuatro días que no la ve, y ella seguro en los brazos de quién sabe quién, el portero, su cuate, el jardinero, su cuate, el tortillero, su cuate, estoy hasta la madre de escuchar eso: “es mi cuate, es mi cuate…”.
Entrada las dos de la tarde, ya la tenía en su casa el Caviloso –le decían a ese chico, no mal parecido, pero ahora un poco delgado, otrora cuerpo escultural–. Se dice que ninguna chica le soltaba el brazo, siempre rodeado de faldas; hoy, sus pasos se cansan de seguirlo.
Ya dentro, la mira de reojo, un servilismo que ella disfruta tanto, con una sonrisa entre cortada y austera que le regala, y el Caviloso siente cómo un bulto se ensancha. Da un paso delante de ella y regresa, no se decide. La ve de espaldas frente a la estufa, mira el cuchillo con que rebana los plátanos, una erección lo alcanza sin poder retenerla. Se acerca y con palabras apenas perceptibles la toma de la cintura, se pega a ella, que sin dejar de cortar y poner en la sartén los ángulos de plátano, se cotonea. La lengua del Caviloso se retuerce de un lado a otro mientras las manos se adelantan, los botones ceden fácilmente, una suavidad encalla en sus manos, el calor del fuego llega al pecho de ella que con voz pujante dice: “Detente, no lo hagas…”. Caso omiso. Él la desnuda, comprende que si la obliga de manera brutal no logrará su objetivo, además de que estaba disfrutando ese momento ya casi olvidado… Con ese deseo sostiene en sus labios lo pezones duros como punzones. Su lengua se erecta tanto que la mete en las orejas de ella, quien dándose vuelta adentra la lengua en su boca.
Ese jugueteo de víboras dura un instante. El Caviloso se tensa, olvidó tomar el medicamento que lo contenía de aquella brutalidad que lo hizo alejarse de la vida que llevaba en sus recuerdos, que ya no serán más; de esos días gloriosos de trofeos continuos. “¿Cómo pude perder mi identidad?”, se dijo en ese momento, mientras con sus brazos sostiene en la pared ese cuerpo semidesnudo, un cuerpo que se entrega a esa tierna fuerza, un cuerpo delgado y bien formado, pequeño, la mezcla ideal entre lo poco y lo mucho de una perfección casi nula.
La observa, mientras sus sexos se rozan dejando sentir la humedad. La toma como a una res, la pone sobre la estufa que quema los plátanos; un grito, que él ahoga con un beso mordiendo la lengua de ella, que como gusano se cotonea abriendo los ojos de una manera que él dibuja en esta pared cada noche que de nuevo no puede dormir, cuando siente el tolete que se adentra a su ojete; cuando el guardia de media noche lo llama, para una limpieza del falo; cuando los cuates del jefe son lavados por su lengua; cuando sus ojos se abren al dejar entrar uno, dos, tres, cuatro miembros erectos como aquellos pezones que parecían derramar leche.
Una vez fue suficiente, ese goce que instauró en ella, repitiéndose. Hoy será todo, hoy se-rá–to-do.