- Rosamarta Fernández
La vio formada en espera de la confesión, era la segunda en la fila. Una corriente eléctrica lo atravesó del pecho al plexo. Tuvo el impulso de salir del confesionario, alejarse, dar una excusa, pero algo más fuerte lo detuvo. Es casi una niña pensó y el aguijón de la culpa se clavó de nuevo. Apenas la había visto la tarde anterior cuando venía con el grupo guiado por las monjas de la secundaria del Sagrado Corazón, al retiro espiritual de tres días que culmina el ciclo escolar.
Eran trece adolescentes, sin embargo, su mirada se fijó en una que lo veía sonriente con insistencia, casi con desafío, mientras cuchicheaba algo al oído de otra. Venía con su falda escolar arriba de la rodilla, bastante arriba, y unas calcetas que apenas ocultaban las piernas bien torneadas; la blusita blanca, con dos botones desabrochados, se veía abultada por unos pechos más que incipientes. El pelo negro, largo, caía hasta los hombros; no distinguió el color de los ojos que parecían grises o violetas, pero sobre todo los labios gruesos que no paraban de moverse, le provocaron un profundo desasosiego. Cuando los ojos se enfrentaron, se sintió desnudo, torpe, desvió la mirada. Algo ocurrió también en ella, que dejó de hablar y se abrochó el botón más bajo de la blusa.
Por la noche, durante la merienda, mientras una de las chicas leía en voz alta un pasaje de la Biblia, volvieron a mirarse. Esta vez se lo permitieron por un momento más largo.
Él no era de mal ver: De facciones finas, con ojos negros enormes, que parecían rasgar hasta el fondo, siempre con un dejo de tristeza. A sus 27 años tenía un cuerpo atlético, producto en parte del recio ejercicio diario al que se sometía para mantener bajo control las inquietudes carnales que lo atormentaban, a veces en vigilia, otras en sueños, con despertares a media noche empapado de sudor y de semen.
Hacía dos meses que confortado por su guía espiritual y la oración, había logrado dominarse, pero la sola presencia de ella, parecía quebrar todas sus defensas. Salió del comedor sin cenar, cruzó algunas palabras con la monja que permanecía cerca de la puerta y desapareció.
Al llegar a su celda, sabía que la erección ya estaba ahí. Con la culpa hasta las entrañas, inició una oración tirándose en cruz contra el piso, pero la presión involuntaria de su miembro contra el suelo, solo incrementó la excitación. Ya consciente, sin poder evitarlo, ejerció una mayor presión una y otra vez, arreciando el endurecimiento. Paró en seco, tratando de arrancarse la imagen de la joven, de sus labios carnosos, semi abiertos, desafiantes en la sonrisa.
Con desesperación, buscó el silicio guardado como reliquia en un baúl, desnudándose la espalda, golpeó sin parar musitando oraciones, hasta quedar agotado sobre el piso. Amanecía cuando el dolor mezclado con un intenso frío, lo despertó. El agua fría de la ducha, bajó sanguinolenta por su cuerpo, mitigando el dolor y la culpa.
Mantuvo el ayuno y fue hacia el confesionario a iniciar sus deberes; había logrado concentrarse en la confesión de la monja y dos de las jóvenes, cuando la vio formada en la fila. Ya no escuchó la confesión de la niña que la antecedía y le dio la absolución de manera apresurada, ansioso de tenerla a ella cerca. Ya nada más importaba.
Acúsome padre, le dijo a través de la rejilla, de tener malos pensamientos.
– Cuales?
– Bueno, fue en un sueño padre , no sé si eso también es pecado…
– Qué soñaste?
– Soñé que una sombra me perseguía con un puñal, yo corría desesperada, luego me tropecé y me alcanzó, pero en vez de clavarme el cuchillo, empezó a tocarme … y …y a mi me gustaba padre, por eso pequé.
– Cómo te tocaba?
– Sentía las yemas de sus dedos en mi cuello, en los oídos, en los labios y luego … otras partes de mi cuerpo.
– Identificas de quién era esa sombra?
– Pues…sí padre.
– Y?
– Perdóneme padre, pero…era usted… Y lo peor es que…
– No sigas hija, encomiéndate a Dios y arrepiéntete de tus pecados. Reza tres credos y dos salves a la Vírgen . Por la noche antes de acostarte rezarás un rosario. In nómine Patri et Fili…et…
La misa transcurrió sin tropiezos, pero cuando llegó el momento de la comunión que ya temía, la vio hincada, las manos juntas, los ojos cerrados; la imagen exacta de un ángel. Se aproximó a ella con el cáliz en la mano, los labios carnosos, rosados, húmedos, en espera, se abrieron. Él percibió que temblaban; su mano tembló también al tomar la hostia. Al acercarla a su boca, rozó con el torso de los dedos sus labios, ella extendió el labio inferior, lamiéndole en una caricia leve los dedos; mientras introducía con la lengua la hostia hacia el paladar, abrió los ojos. Sus miradas desnudas, se encontraron por un instante infinito.
El monaguillo, extrañado, alcanzó a detener el cáliz que se deslizaba de la mano del sacerdote, al hacerlo, notó el abultamiento debajo de la sotana. Nadie más se dio cuenta de nada.