Los alegradores de la vida
- Leopoldo Gaytán Apáez
Para iniciar esta plática vamos preguntarnos ¿Cuál es la imagen que nos brinda el cine mexicano sobre la presencia de los afrodescendientes en los filmes nacionales? O, como dicen los investigadores: cuál es la representación fílmica que hace el cine mexicano de los afrodescendientes latinoamericanos y caribeños, no solo de los ejecutantes sonoros, ya sean músicos, cantantes, bailarinas o bailarines, que en este caso será nuestro tema principal, sino de otras manifestaciones donde aparece el negro o la negra en la escena cinematográfica y en donde se puede ver que esos personajes, por regla general, se encuentran cargados de elementos simbólicos de fuerte estigmatización, ofreciendo una percepción sobre los criterios de “lo negro” como un elemento extraño, ajeno, un tanto exótico que generalmente viene de afuera, por lo tanto diferente a lo propio y lejano a la cultura mexicana.
Dentro de los filmes nacionales se puede apreciar que la música tocada y cantada por los ejecutantes negros y negras, y su exótico, lascivo, salvaje y calenturiento movimiento dancístico, son producidos allá lejos, en tierras extrañas, fuera de las fronteras nacionales y cuando llega a tierra mexicana, generalmente tiene que refugiarse en los burdeles y cabarets, o salones de baile cuando bien le va, espacios ajenos a la buenas costumbres y normas de educación que demanda una sociedad normatizada bajo remanentes criollos y preceptos de fuerte tradición conservadora, por ello, la propuesta musical de origen afro, en el cine mexicano, tiene que vivir y convivir, en términos generales, con los elementos negativos de esa sociedad: Ladrones, asesinos, traficantes, tahúres, cinturitas, chulos, prostitutas, etc. De esa manera, y bajo el tratamiento cinematográfico, la propuesta musical de origen afrolatina, rica en disonancias rítmicas y sonoras, es controvertida y rechazada por las buenas conciencias sociales, víctima de un perjuicio social y racial que la mantiene, en los escenarios fílmicos, segregada por mucho tiempo de los espacios públicos aceptados por la sociedad, aunque en los populares siempre tuvo carta de naturalización.
Y es que, en términos generales y no sólo en la dimensión fílmica, sino en todos los aspectos de la vida diaria, los afrodescendientes, tanto nacionales como extranjeros, han venido luchando, no sin dificultades, por reivindicaciones de carácter etnocultural que deberían tener plena aceptación en una nación, cuyo Estado reconociera y respetara, el carácter pluriétnico y pluricultural de ese grupo social, mediante un estatus jurídico concreto, dado que, como es el caso de nuestro país, a diferencia de los indígenas, que son políticamente reconocidos como nación o grupo ético único y diferente a otro, como son los Ñañus, los Mayas, los Yaquis, los Mayos, Raramuris, Huicholes, Purepechas, Amuzgos, etc, etc, por tener un territorio y un idioma propio y distinto al español con costumbres y modos de vida diferente, son aceptados política y socialmente por el Estado como grupos étnicos con derechos propios, aunque en muchas de las ocasiones solo sea de manera discursiva.
Mientras que los afromexicanos al no tener en la actualidad una lengua propia y diferente al idioma ibérico o indígena, o no tener en el país una raíz genética territorial, sino que vienen como un producto mercantil, trasplantado de tierras lejanas carente de todo vestigio de legitimidad humana, a un hoy, después de varios cientos de años de su llegada, no son considerados como etnia originaria dado que no cuentan con una la lengua propia y un territorio original, ante ello, y para hacerlos visibles, es necesario considerar, no solo la lengua y el territorio, sino también la afinidad racial y cultural de los diversos grupos de afromexicanos que pueblan un determinado lugar.
Curiosamente, los espacios donde habita un gran porcentaje de comunidades de origen africano, existe un entorno cultural lleno de sensibilidades con un amplio reconocimiento social de otras comunidades; y donde la tradición oral, la gastronomía, la música, las artesanías, la tonalidad lingüística, las celebraciones y festejos, el colorido ambiental y dancístico son pruebas intangibles de su gran aporte a la cultura nacional.
Pero, desgraciadamente, bajo los esquemas y miradas de las elites políticas, económicas y culturales “lo negro” es convertido en un elemento irreconciliable con la modernidad y, de hecho, en el esquematismo del cine mexicano, sobre todo, en su época de oro, el estereotipo de lo negro se refuerza con papeles que representan a los negros y negras como los elementos sociales más discriminados o más apartados de las normas sociales como son: los esclavos, servidumbre rural y urbana, nanas o nodrizas, prostitutas, hechiceras, asesinos, choferes, porteros, guardaespaldas, hampones etc, etc, y cuando bien les va, como dice el investigador colombiano Ricardo Chica, son esencialmente “alegradores de la vida”, es decir músicos, cantantes, bailarinas o bailarines; todo ello, asociado, con la sensualidad y el exotismo del cuerpo negro, en especial el femenino. Pero además también son surtidores del consuelo, paño de lágrimas y consejos de sabiduría de la vida que le ha dado tanto sufrimiento acumulado por la nana, el viejo esclavo o el portero de cabaret.
Si bien es cierto que las cintas del cine mexicano son de ficción, de entretenimiento, de diversión y de esparcimiento, el cine, y lo que nos muestra, es más que eso. El cine y las imágenes en movimiento son un espejo de nuestra realidad, un referente social, que muestra comportamientos, hábitos, sentimientos, anhelos, deseos, donde muchos de los espectadores se ven reflejados como seres humanos, cubiertos de sentimientos y perjuicios ideológicos. En el caso de las cintas mexicanas, donde aparece la presencia negra, también existe una negación o invisibilidad de esa existencia, puesto que, a excepción de la presencia de los músicos o cantantes afromexicanos, como son, entre otros, Toña la Negra, Andrés Huesca o Lorenzo Barcelata, todos los demás actores mexicanos que hacen algún papel de negros en las películas nacionales, son maquillados para que, literalmente, den el tono.
Así, los actores de auténtica piel obscura que hacen de personajes negros, son de origen extranjero que vienen de Cuba, Puerto Rico, Colombia, Venezuela, República Dominicana, Perú o Estados Unidos; es decir, lo que nos muestra el cine nacional es que en nuestro país no existen los afrodescendientes.
En la actualidad, acudir al cine se ha convertido en un rito social, el cual es compartido por un determinado público. De esa manera, el espectador se convierte en testigo de un espectáculo visual donde, a través de la pantalla, no solamente se trasmiten y se reciben imágenes en movimiento, sino también ideas, las cuales, a su vez, trasmiten creencias, valores, conceptos… aceptados y compartidos por una sociedad determinada, cumpliendo con ello varias funciones, entre ellas las de divertir, informar y convencer.
Aunque el discurso cinematográfico se da en un espacio social aparentemente neutro, como son las salas de cine, supuestamente públicas y democráticas, las cintas no dejan de brindar información ideológica; y la ideología, por más que sea el discurso, la práctica y los objetivos que la clase dominante tiene para sí misma, con la modificación de algunos elementos, se convierte en un discurso general para toda la sociedad.
En ese espacio social que es la sala de cine, la ideología se interrelaciona con diferentes tipos de público asistente, y ese público consumidor de las imágenes cinematográficas, perteneciente a variados sectores sociales, también tienen su propia subjetividad, y por lo mismo conforman diferentes manifestaciones culturales con un complejo sistema de ideas, creencias, valores y actitudes.
En el espacio de la sala cinematográfica ambas propuestas se entretejen, se mixturizan, se combinan. Ahí, ambos puntos de vista se nutren de su contexto y se influyen recíprocamente.
Para que ese proceso se establezca, es necesario que aparezca una mediación, lo que implica un uso social del cine. Ahí se puede mediar entre la ideología dominante de la sociedad, la que se presenta como la conducta debida mediante códigos de valores propios y la práctica social de la cultura popular, la que se vive día a día, en forma cotidiana, y que, ni del todo ni de manera exacta coincide con la propuesta de la ideología dominante; se trata de las mediaciones que recuperan lo popular y la cultura como forma de entender la vida.
Ahí entran, se dan forma y se reconstruyen las representaciones musicales de los alegradores de la vida. Ahí nos identificamos con las letras, las voces, los cuerpos y las músicas de Toña la Negra, Rita Montaner, Andrés Huesca y sus costeños, Dámaso Pérez Prado, Beny Moré, Meche Barba, Ignacio Villa, Isolina Carrillo, Amalia Aguilar, Silvestre Méndez, María Antonieta Pons, El son clave de oro, Rosa Carmina, Kiko Mendive, Ninón Sevilla, Boby Capó, Daniel Santos, La Sonora Matancera y otros más.
Así, al apagarse las luces de la sala e iluminarse la pantalla, comienza a vivirse un estado prehipnótico, donde la música asociada a la imagen involucra todos los sentidos y nos remite al mundo de las emociones. Por ello, frente a la pantalla, se vive una vida llena de aspiraciones que pueden ser dolorosas, amargas, suaves, placenteras, sensuales, satisfactorias, exquisitas, divertidas, trágicas y gozosas, aunque sólo sea por un determinado tiempo, y donde la negritud nos da una muestra de su talento.