Ya son las 10 de la mañana y apenas puedo abrir los ojos. La desvelada estuvo mortal, no porque me haya ido de farra –bueno hubiera sido–, sino porque algún vecino tuvo pachanga en el patio común de la unidad habitacional donde vivo, y terminó como a las cinco de la madrugada. No dejaron dormir con el sonido que contrataron y les valió la queja de los demás, incluso algunos con hijos pequeños hasta les reclamaron, pero no pasó nada. Yo pensaba que los vidrios de las ventanas de mi departamento se iban a reventar de lo fuerte que estaba la música.
Es sábado y debo levantarme para ir a chambear. Lo bueno es que vivo muy cerca de un paradero del Metro y rápido llego al centro de la Ciudad de México.
Ya voy algo retrasado. Bajo las escaleras desde un quinto piso en la unidad de “interés social” –llámese popular– donde viven unas tres mil personas. Aprovecho para llevar mi bolsa de basura al contenedor que me queda de paso, y al bajar recojo dos o tres pañuelos desechables que los inquilinos acostumbran tirar a la salida del edificio y que yo obsesivamente acostumbro levantar. Esta vez también encuentro un par de envases de refresco y una lata de cerveza vacía. Todo va a mi bolsa de basura.
Al salir del edifico veo que un par de personas llevan a sus mascotas al pequeño jardín que tenemos enfrente para que los adorados perros hagan ahí sus necesidades como cada mañana, pero al verme se hacen los desentendidos y se marchan hacia otro jardín. Quedaron las huellas fecales. Ahí mismo, en el pasto, un par de bolsitas repletas del desperdicio esperan que cualquier obsesivo como yo las lleve al contenedor común, y eso hago.
Al cruzar la puerta principal de la unidad para salir a la banqueta, miro al poniente y hacia arriba. Es un día nublado y el gris del cielo permite contrastar mis pensamientos con una tupida vista de lo que bien puede ser un amanecer en medio del bosque en Durango o Chihuahua, pero aquí las ramas de los oyameles y los ocotes son cientos, y son también miles de cables los que cuelgan de los altos pasos de alta tensión y caen cual lluvia. No son ángeles, sino “diablitos” conectados a cada uno de los también interminables puestos de lámina “bien puestos” que día a día se reproducen y que reducen una banqueta que originalmente tuvo un ancho de cuatro metros, a un espacio que en algunos puntos llega a los 40 centímetros. Sólo alcanza a pasar por ahí una persona y entonces se forma una fila interminable a las horas de mayor afluencia. Muchos, como yo, preferimos bajar al arrollo vehicular para ir más rápido, y todo porque cientos de personas tienen derecho, dicen, a llenar las banquetas de láminas soldadas y toldos, para ganarse la vida vendiendo chicles, fruta, celulares, planes telefónicos Telcel, gorditas, tacos, tortas, lo que sea para hacer negocio privado en el espacio público. Afortunadamente hay puntos debajo de la banqueta donde ya no caben los coches para estacionarse debido a los montones de basura que se acumula cada día para recordarnos que también tiene derecho de existir en nuestro “México lindo y querido” frente al letrero que dice “prohibido estacionarse”.
Debo caminar como unos trescientos metros desde la unidad a la entrada del paradero del Metro, que de un tiempo para acá de manera sumamente inteligente, hay que reconocerlo, se ha convertido en una especie de laberinto sinuoso por el que necesariamente hay que pasar para entrar a sus instalaciones. A los lados están los interminables vendedores.
Los obsesivos pensamientos siguen ahí, el rosto de la belleza pura: alambres retorcidos con puntas sembradas en cada azotea de los edificios y casas de alrededor, paredes ralladas de trazos secos llamados pintas. En medio de tanta belleza, percibo al taquero que tiene su puesto en pleno carril de la calle, con todo y señalización fosforescente para no ocasionar malestar al tránsito vehicular con el que compite. La belleza también tiene aroma: huele a porción de cucaracha, destilado de cebo, humedad e indiferencia.
Llego al Metro y me sorprende –aunque no debería, porque es el pan de cada día– una fila como de treinta metros de gente formada para comprar su boleto. Hay cuatro ventanillas en la taquilla y sólo funciona una, como casi siempre, aunque a veces con suerte funcionan dos. La gente no dice nada y espera, seguramente aprovecha para rezar una íntima oración a San Juditas. No hago fila porque tengo mi tarjeta que recargo en estaciones menos congestionadas.
Corro para alcanzar un lugar en el vagón, pero hubo algunos pasajeros más agiles y diestros en estos menesteres de apañar lugar. Me iré parado, no importa, son solamente tres estaciones para transbordar. Detrás de mí quedan de pie dos señoras jóvenes con sus respectivos chilpayates en brazos. Clavo mis ojos en los ventanales para pensar en algo que me pregunto a diario: “¿Quién raya las ventanas?”. Jamás he visto a una persona que lo haga y todos los vidrios están grafiteados, o como se diga. Habrá que inventar el término que se refiera de manera exacta a la acción de destruir el patrimonio público que pagan las personas con sus impuestos. Quienes lo hacen, joden en el fondo a los usuarios.
El apabullante golpeteo del contrabajo eléctrico interrumpe lo absorto de mis pensamientos en eso del civismo y me vuelve a la realidad. Es un flaco joven pelirrojo que carga una bocina de 250 watts de salida que retumba entre estación y estación. ¡No, por favor, una cumbia más me matará! Escuché toda la noche esa música que no me dejó dormir y ahora otra vez en el Metro. No se trata de preferencias musicales, sino de un problema de salud pública. Seguramente es la venganza andina por su origen.
Estoy por bajarme y reparo nuevamente en las dos escuálidas mamás que siguen de pie en el pasillo del vagón y se doblan cual palmeras datileras por el peso de los retoños que llevan en brazos. A centímetros de distancia varios bien comidos varones que van sentados, se hacen los dormidos para no tener que ceder el lugar. Seguramente son los mismos mazacotes que anoche le dieron duro a la bailada, mientras las mismas vecinas remojaban sus lágrimas de impotencia con las de sus hijos al no poder dormir por el escándalo de la música a todo volumen en la unidad habitacional de los lamentos, donde la vida vale tanto que el cerrar los ojos por un ratito no le está permitido descansar a la persona que nace jodida y tiene que vivir ahí de por vida porque no le alcanza para más; total, hay que aprender a convivir con tres mil inquilinos al unísono.
Mi próximo rezo a San Juditas será para que ilumine mi camino para aprender a escuchar cumbia a todo volumen a lo hora en que debería soñar, soñar en el México que me contaron los abuelos donde en el entonces tranvía un joven ofrecía el asiento a una señora mayor por el simple hecho de ser más grandulón y chico. Anoche no pude soñar, porque la música no me dejó.
Saco mi recurrente diccionario de la Real Academia Española de la Lengua y busco la palabra “civismo”: “Comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública. Celo por las instituciones e intereses de la patria”.
Te recuerdo que este espacio es para provocarte, para que lo hagas propio con tus puntos de vista y experiencias sobre lo que nos hace ser mexicanos.