AMAR O MORIR III ERIKA

Vengo de una familia disfuncional. Mi padre era alcohólico y drogadicto. Éramos muy pobres. Siempre veía pelear a mis padres por dinero. Mi padre se fue cuando yo tenía 4 años. No lo volví a ver. Mi madre entro entonces a trabajar como obrera en una fábrica de tarjetas de crédito. Salía a trabajar a las 6.30 de la mañana, volvía a las 10.30 de la noche. Yo de seis años, mi hermana de ocho, íbamos solas a la escuela. Mi mamá nos dejó con una tía, pero también bebía. Cuando tenía 7 años, el esposo de mi tía trató de abusar de mi. Volví con mi mamá. Ella tenía una pareja. Cuando salía a trabajar, él llegaba borracho, me hacía tocamientos. No se lo confesé a nadie, pero una vez trató de abusar de mi. Tenía 8 años. Ya lo había hecho también con mi hermana. Esa vez Corrí al cuarto de mi tía. Cuando mi madre llegó, delante de él le dijo lo que había ocurrido. No lo creyó, dijo que yo era una mentirosa, que a la mejor él estaba tomado y no podía distinguir. Sentí que no le importaba, estaba indefensa. Ellos duraron 4 años. Yo buscaba de no estar ahí. Me iba con mi tía para no oírlos tener relaciones. Cuando mi tía tomaba, le daba por cantar o bailar. A mi me trataba bien. Me cuidó a su forma. Con ella pasaba todo el tiempo. A mi mamá ya no me le acercaba. Nunca hemos tenido comunicación. Desde esa edad sentí  mucho enojo con mi  papá y mi mamá. Podría decir que odio. Me volví uraña, desconfiada, mandona. Ella percibía algo, trataba de contentarme dándome ropa. Yo me la vivía en la calle con los amigos, jugábamos cebollitas, avión, correteadas, fut.

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Con mi hermana tampoco tuve mucha relación. Yo comía sola, iba a la escuela sola.

En la escuela iba bien porque me gustó el deporte, pero me comparaban siempre con mi hermana que sacaba buenas calificaciones. Jugaba fut, corría. Hacía que me voltearan a ver, que me pusieran atención, que me quisieran. En todo buscaba que me quisieran. Ahora veo que tal vez también lo hacía por mi misma. Me daba seguridad, pero a la vez, nunca se llenó el vacío que quería tapar.

En la secundaria, me volví rebelde, quería experimentar sensaciones, emociones. Comencé a fumar, me iba de pinta con las amigas. Metía cerveza y cigarros a la escuela.

Antes de los quince empecé a beber tomando las sobras de los vasitos que dejaba la familia, luego cuando salía con los chavos, empecé a tomar más. Jugando fut no podía estar como la aburrida del círculo y tomaba. En los partidos, en vez de llevar agua, en termos llevábamos las chelas. Con todo, terminé la secundaria con 9.6. Me gustaba la escuela. Tenía buena retención: matemáticas, geografía, Física, Historia. Casi no estudiaba. Una hora antes del examen leía y me acordaba. Aunque peda, hacía la tarea o llegaba y copiaba rápido las monografías.

En esa época me enamoré de una compañera de mi salón. Era mi mejor amiga. No se lo expresé, hasta mucho después. Jugábamos fut en la calle, en la escuela. Todos los días iba a comer a su casa. Por primera vez me sentí en familia. Desde el Kinder sentí atracción por las niñas, pero nunca lo dije. A los cinco años, le pedí a una que fuera mi novia. No quiso.

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Al terminar la secundaria, entré a estudiar enfermería  en el Conalep. Mi vida giró 360º.  En su mayoría era una población lésbica. Yo fascinada. Era un lugar donde me sentía aceptada. Me gustó la carrera. Me atreví a romper mis límites, tuve una pareja ocho años mayor. Grecia se llamaba. Era modelo, chinita, ojos grandes, peinada de colos. Siempre me ha gustado que sean femeninas. Enfrenté a mi madre, le dije que Grecia era mi novia. Dijo: Esas son cochinadas. Yo seguí con ella, conocí antros gays, pero sí me pesaba el rechazo de mi madre y me separé de ella.

En Conalep, con tener buenas calificaciones, nadie tenía derecho a decirme nada. Llegaba sola a mi casa, sola me hacía de comer y tomaba una o dos caguamas. Luego ya me traía a compañeros de la escuela a beber. Noté que al siguiente día no recordaba lo que había hecho y me di cuenta de que ya no controlaba. Cuando estaba en el Servicio Social, me ponía cubre boca para que no me olieran.

He tenido varios novios, el primero fue a los diez años, él tenía trece. Me preguntó ¿Sabes besar?, le dije no, y me enseñó. Luego vinieron otros.

A los 18 conocí a un hombre mucho mayor. Visitaba a un amigo que estaba recluido en el reclusorio Oriente y me lo presentó. Acusado de secuestro, vendía tenis en el penal. Hubo un enganchamiento muy fuerte. Lo sentía como mi papá. Con él tenía cuidados, dinero, sexo. Lo visitaba dos veces por semana. Estaba haciendo mi servicio social en el Centro de Salud de Coyoacán. Me salía de la escuela para verlo. Duramos ocho meses y me embaracé. Ya no fue igual. Descubrí que era casado, con hijos de mi edad. Dijo que no podía yo tener al bebé. Respondí que sí lo tendría. Sería alguien que iba a tener conmigo, a cuidar, y darle todo de lo que yo carecí, y lo tuve. Él insistía en que siguiera yendo al penal a escondidas, simulando que hacía la visita a otro interno para que no se enterara su mujer, quien también lo visitaba. No quise, sentía que mi hijo no lo merecía. Dejé de verlo.

Mi bebé tenía ocho meses cuando me encontré con Giovani, el amor de mi vida. Desde que lo conocí, lo sabía adicto a la piedra, vendía droga, pero vi que le faltaba lo mismo que a mi. Me llegó por mi hijo. Salíamos a pasear con él. Procuraba no drogarse cuando estaba conmigo. Era alegre, bromista, le gustaba verse bien, oler bien. Todo era lindo. Duramos 1 año. Salí embarazada y otra vez cambió todo. Dijo que cómo iba a saber si era de él. Sentí  coraje, respondí que no necesitaba un hombre para sacar a mi bebé. Nos separamos. La verdad, tampoco estaba segura de que fuera de él. Con la peda, no sabes con quién. A los dos meses Giovani regresó queriendo que viviéramos juntos.  Lo hicimos. Se volvió posesivo, neurótico, controlador. Me engañó muchas veces y me golpeaba cuando lo cachaba. Yo seguía enamorada. Lo quería mucho. Él no quiso ver al niño cuando nació, decía que no se parecía a él.

Me recordó al otro. Ya no quise irme con él. Me sentía muy confusa viendo la reacción de los hombres con los hijos. Volví a andar a escondidas con mujeres. Tuve relaciones con tres, que no duraron, luego regresé a vivir con Giovani. Seguía enamorada. Nomás de verlo, olvidaba lo que había hecho. Mi hijo creció y lo fue aceptando porque sí se parecía a él.  Ocho años vivimos juntos. Una vez, estando en casa de mi mamá me dijo que nos escapáramos a su casa a hacer el amor. Ya ahí propuso hacerlo diferente, que fumara piedra antes de que me penetrara. Vería la diferencia. Y sí, sentí de lujo. Pedí me diera más. Después de hacer el amor ya todo fue fumar. Al otro día regresamos a ver a mis hijos. Paré de fumar un mes. Él siguió. Luego ya lo hice también sola en casa. Empecé a comprar. Mi cuerpo lo pedía.

Sentía que Giovani me amaba. A veces mientras me creía dormida, me acariciaba con un cuchillo en la cara diciéndome que me amaba y sólo quería que yo estuviera con él. Me dije que no tenía otra forma de expresar sus sentimientos. Llegó a golpearme delante de mis hijos. Yo me defendía porque no quería que vieran eso. Sin ellos, me hubiera dejado golpear por amor  y por miedo. Dos veces intentó matarme. Estrelló su carro en contraflujo. En otra pelea, me aventó una mesa de vidrio y me puso un cuchillo en el cuello.   

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Al otro día, cómo si nada.

En nuestra locura ya no distinguíamos entre ser pareja y ser compañeros de vicio. Por el vicio peleábamos. Por el vicio desatendí a mis hijos. Fumaba diario, me ponía neurótica, ya perdida, lo hacía delante de ellos, no les daba de comer. Ya no me aseaba. Mi mamá se llevó a mis hijos. Él dijo que no quería vivir con una drogadicta y se fue. Decidí anexarme; entré a un grupo de ayuda durante tres meses. Volví a recaer. Así por tres veces. A la tercera, ya no tenía apoyo de mi familia, de él, de nadie. Oscuridad, soledad total. Me metí a vender droga para sacar dinero para la mía.

Lo vendía en mi casa, ya no medía límites. Llegas a un estado en que quieres parar pero es más fuerte la ansiedad. Muchas veces lloré de no poderlo controlar. Era un poder superior seguir fumando. Pensé en la muerte. No creía poder parar. Mejor matarme que seguir dañando a mis hijos.

Un día, drogada le vendí a un policía. Me enseñó la placa, “Policía Federal”, dijo, y me apresaron. Grité. Vinieron mi tío y mi primo. También los apresaron. Estuve en la delegación tres días. Me hicieron declarar. Me metieron cinco piedras, por eso estoy aquí en Santa Marta. A ellos les metieron diez piedras. Los llevaron al reclusorio Oriente.

El proceso duró seis meses. Nos dieron ocho años. Llevo cuatro. Mi tío salió  a los 3 años con beneficio por ser la primera vez que delinquía. Mi primo había estado en el SUR por robo. Sigue preso.

La estancia en el penal ha sido difícil. Se vive de soledad, de recuerdos, de ilusiones, de ganas de hacer las cosas que no hiciste.

He trabajado de vender botanas, sándwiches, gelatinas. Es deprimente lo que tienes que hacer para sobrevivir, comer un taco, vestirte.

Sólo me visitan mi mamá y mi hermana con el mayor de mis hijos. Al pequeño lo veo cada mes. Diario les llamo por teléfono cuando salen de la escuela. Procuro reír con ellos, hacerlos sentir que estoy con ellos, aunque no pueda hacerlo físicamente.

Yo no he encontrado el amor en el penal. Lo busqué, en varias parejas mujeres porque vi que los hombres no son para mi, pero parce que buscaba el mismo patrón de Giovani, eran posesivas, adictas, destructivas. Me atraían físicamente pero me robaban o me querían controlar. Desde hace diez meses tengo una pareja de la calle. Vino con un equipo externo a jugar fut con el del penal. Yo la había conocido también jugando fut y nos reencontramos. La apunté en mi cardex para que entrara. Nos tratamos dos meses y empezamos a andar. Trabaja como conserje en una escuela. No consume, es centrada, afectuosa. Mi adicción me dejó neurótica, desconfiada, pero ella en vez de pelear me escucha y me acepta. Me habla con respeto. Nunca había sentido que alguien me aceptara con mis cualidades y defectos. Me da tranquilidad. Estoy enamorada. No me he abierto con mis hijos porque aún están chiquitos, pero algún día lo haré. Mi mamá ya sabe, la conoce.

No pensamos vivir juntas hasta que mis hijos crezcan y entiendan más. Lo primero será buscar una estabilidad económica. Yo voy a retomar la enfermería. Después de recibirme, la abandoné por la droga. Me gusta mi profesión, es de ayuda a los demás y eso te enriquece.

Ya no consumo. Me subí al programa del PRIPA (Clínica de adicciones.) Los primeros meses me costó el estado de abstinencia, pero lo que más duele es tomar conciencia de que intenté no ser como mi papá y mi mamá y los estoy repitiendo. También duelen las lágrimas de mis hijos porque estoy aquí.

Me faltan 3 años y medio. En un año me podría ir por beneficio de remisión parcial. Se reduce a la mitad la pena por apoyar a la Institución trabajando como estafeta en culturales. También por ir a cursos alternativos de extraescolar. He cursado matemáticas, química, geografía, redacción, Inglés, cine. He descubierto el placer de entrar a otras realidades, del conocimiento en sí.

Hoy valoro la vida, no consumiendo, no auto lastimándome, teniendo la esperanza de que hay cosas buenas todavía para mi. Creo que todo lo vivido aquí, ha sido un fuerte jalón de orejas para que entendiera que las cosas no son como las pensaba. Una puede construir su camino de otra manera.

Veo mi vida con mi familia, con mis hijos. No quiero jalarlos al mundo donde yo me desarrollé. A veces siento inquietud pero cuando me entran las ganas, pienso cómo acabé, se me aparecen las caras de mis hijos y mágicamente se me olvida.

Acerca de Rosamarta Fernández

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