M i marido me pone de malas. Lo amo. No imagino la vida sin él, o mejor dicho, sin nosotros. Es mi persona favorita y de forma paralela la persona que más me puede hacer enojar. Me reclama que no he estado en casa; él ama estar conmigo cuando sale de la oficina. El tiempo es muy corto y la vida dura nada, me dice sin parar, casi todos los días.
—Nene, la cita con el dentista se alargó un buen. Yo soy la más desesperada con esa situación.
Me mira dubitativo. O será la música que está escuchando lo que lo pone con esa cara. Arvo Pärt, se llama el compositor; definitivamente no de mis favoritos: me pone nerviosa. Camino hacia el baño de visitas, me urge revisar mi cara, mis ojos, no quiero que mi marido se de cuenta.
Hemos cenado ligero y le he recordado no tomar más de dos copas de vino para evitar el reflujo nocturno. Me ha hecho el amor de forma tierna, cuidadosa; me ha tratado como una de esas porcelanas de Baviera que a nadie le apetece romper. Se ha quedado dormido, ronca un poco. Ya sola, me levanto, camino hacia la ventana, observo. Quizá las tonalidades azulosas provocadas por las luces y sombras en la calle me ponen en un mood melancólico más profundo. Siento que mis ojos se están cargando de lágrimas de nuevo. Mi estado se acentúa porque no logro desprender de mi mente la música de Arvo Pärt, la agresividad de esos violines me envuelven. He alcanzado el nivel justo de tristeza, ese punto justo en donde se disfruta sufrir un poco. Trato de no caer en el melodrama.
Mientras esperaba mi turno en el consultorio dental —sólo a mi doctor se le ocurre programar una endodoncia antes de una limpieza— he leído un artículo en una revista, escrito por la psicóloga brasileña Dorotea Lispector: “Como conseguir un estado de ánimo excelente de forma casi inmediata”. El método propuesto por la psicóloga Lispector consiste en cerrar los ojos, respirar de forma profunda, imaginar estar sola en una gran sala cinematográfica y, en pantalla, proyectándose un momento feliz cualquiera, de los vividos con el primer novio que una haya tenido.
Mientras esperaba mi turno en el consultorio dental, con el retraso producido por esa endodoncia, apliqué el método de la psicóloga Lispector. Cerré mis ojos, respiré profundo, me imaginé de 12 años, —con mi pelo rojo y mis pecas que tanta pena me causaban— con boleto en la mano, entrando a una inmensa sala cinematográfica y, al sentarme, ante mí se proyectaba una escena que nunca he podido olvidar: en el recreo escolar, en el patio, en medio de un mar de niños corriendo, sus ojos fijos en mis ojos. Un golpe de calor en todo mi cuerpo. En ese preciso instante pensé, Dios mío, ¿existes? Si existes, por favor, que me hable, que me busque, que me diga que quiere ser mi novio, que me abrace, que nunca se valla de mi vida.
Mientras esperaba mi turno en el consultorio dental, solté a llorar. Salí trompicada, tirando la revista. Corrí sin parar hasta mi camioneta. Y cuando logré estar adentro, pude llorar todo, sin parar, por unos cuantos minutos, u horas, no lo sé bien. En el parabrisas se seguía proyectando la película, con más escenas. Estiré mi mano todo lo que pude para ver si podía sentir su cara con las yemas de mis dedos, su cara, la cara de Federico.
Según la psicóloga Lispector, recordar el primer amor es sanador pues saca a flote la mejor versión de nosotros en cuanto a un tema en particular: ese primer amor, es el único amor puro, elegido a lo largo de nuestra vida. Una hija llega —o un hijo—, los papás no se escogen, los novios y esposos pasan por diferentes filtros para ser elegidos. El primer amor es único porque de forma química, cósmica o como se llame, dos personas se unen, retando a los dioses que, dicen algunos, nos separaron. Federico y yo terminamos nuestra relación a causa del dilema de si deberíamos besarnos o no, después de haber andado más de seis meses como novios. No logramos ponernos de acuerdo jamás.
Lloro por él, pero más bien creo que lloro por mí y por la duda. ¿Dónde está mi Federico? Aquí está tu flaca pecosa. Te abrazo todo lo fuerte que me es posible —sigo siendo flaca—. Ojalá estés bien, ojalá nos veamos en el más allá o donde sea. Ojalá. Recuérdame también tú, no me olvides, mantenme viva.
Limpio mis ojos, regreso a la cama. Mi marido ronca un poco. No imagino la vida separada de él. Después de llorar me siento un poco más tranquila y pienso en que tengo que programar una nueva cita para mi limpieza dental.
Que descanses.
Ciudad de México, diciembre de 2017.
.