Teresa

—¡Salud!
Después, todo sucedió muy rápido. El gran bullicio, el alboroto, la algarabía, los cantos, las proposiciones, las negociaciones y las reconciliaciones: todo cesó. Ese paradigma creado por las películas de acción transmutó en mí de forma inmediata cuando, al experimentarlo, descubrí que es completamente distinto. Primero, se siente como un golpe por dentro, brutal; luego, un líquido híper amargo viajando del estómago a la boca y de regreso; en seguida, mi manos lívidas, toda yo pesada, atorada; finalmente, mi consciencia en alerta total, con un único pensamiento en mente: quiero seguir viva.
—¡Movidos hijos de su puta madre! ¡Órale cabrones, todos al pinche puto baño!
—¡Qué hagas una fila pendejo! A la próxima me vale verga y te reviento tu puta madre, ¿entendiste cabrón?
—Vayan quitándose los zapatos, toda la ropa, todos en calzones… las mujeres déjense el brasier, por favor. La ropa toda junta ahí, en ese montón, apúrense… ¡Hey, tú! Atención a la puerta, alerta, piensa… tú eres nuestros ojos…
Fue muy sencillo obedecer todas las indicaciones, que por lo demás eran bastante primarias. Nos pidieron agachar la cabeza, mientras en fila caminábamos hacia el baño —yo de puntitas, como si aún trajera puestos mis tacones—, mi primer pensamiento evasivo fue: ¿habrán elegido el baño de hombres o el baño de las mujeres? Ya dentro, nos hicieron hincar, sentía el frío del piso en mis rodillas, en las palmas de mis manos. Uno de ellos caminaba alrededor de nosotros, al tiempo que nos decía: la mirada al piso, al que me vea a la cara, me lo chingo. Mis ojos penetraban el mármol, la loseta o de lo que fuera que estuviera hecho el piso. Por breves instantes traté de encontrar un patrón en los dibujos que veía debajo de mí. Mis cavilaciones fueron interrumpidas de golpe:
—A ver tú cabrón, párate y agacha la puta cabeza. ¿Es este? Ven con nosotros y ustedes mirando al piso, no la caguen, no se hagan los pinches héroes.
Lejos, pero demasiado cerca, se escuchaba el diálogo. Le pedían a alguien que supongo era el gerente o el encargado, que abriera una caja o algo presumiblemente protegido con una combinación numérica. Yo paralizada, creo que ni siquiera parpadeaba. Sólo pensaba en un loop de ideas: que les den los números, que se vayan, que nadie de ellos se ponga nervioso, que se vayan, que se acabe esto ya.
Pasado un tiempo, absolutamente imposible de determinar o cuantificar, alguien dijo: “vámonos” y alguien más gritó: “a ver cabrones, cuenten hasta el mil y cuando lleguen al pinche mil se paran… empiecen de una puta vez”. Como un coro de letanía llegamos hasta el ciento cuarenta y siete y, dentro del grupo una temblorosa voz chilló: ya se fueron, no se oye nada. Levantamos la cabeza, empezamos a mirarnos, a hablarnos, a tocarnos unos a otros, de forma fraterna. Extraños en una experiencia extraña. Por un momento, lo feo se acercó a lo bello, lo débil a lo despiadado; se asomó la muerte y siguió su camino de largo. En el techo del baño parecía haber nubes, que a su vez, hacían formaciones misteriosas. Entonces, hice racional que estaba casi desnuda. Bajé mi mirada y recordé que traía un brasier que sólo cubría hasta el pezón y recordé como una amiga me había dicho: mientras no se vea el pezón, tú puedes enseñar lo que quieras. Ya no estaba tan segura. Sobre todo porque dos compañeros de mi grupo de trabajo estaban conmigo, en ese baño. Salimos y efectivamente no había rastro del grupo que acababa de perpetrar el asalto. Nuestras ropas, zapatos y demás pertenencias estaban apiladas en una especie de monumento a la monstruosidad. En silencio, cada quien busco lo suyo. Una mano me rosó, fue un toque leve. Levanté mi cara y mis ojos se encontraron con sus ojos, casi grises y un poco verdes como los míos. Perdón, me dijo. Su voz no temblaba; yo sonreí y sentí como un río bajaba por mi cuerpo, como si en la marginalidad cupiera la lujuria.
—¿Traes coche? ¿Te llevo a tu casa?
Y al final de ese túnel en donde la luz me cegaba, y yo bailaba la danza de la vida, regresé, y sin pensar en mi brasier, ni en mis amigos, ni en mi bolsa, ni en mi pluma, ni en mi Smartphone, ni en nada, le dije:
—No traigo. Llévame a casa.

Ciudad de México, septiembre de 2017.

 

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Pintor Lu Cong, con esa delicadeza y esas miradas tan intensas o los dibujos a tinta y acuarela, donde solapa tanto técnicas y personajes aportándole un toque muy especial y original.

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