Eramos niños en lo más alto de la ciudad:
mis flores te llovían
y tú me hacías caer para besarme.
Desnudos,
nuestra guerra cobraba sentido
y amaba cosas a partir de ti.
Eran los rubios años de septiembre;
y luego octubre, sin otoño.
Eras tú sin vestido,
mirándome desde una esquina de mi lecho.
Ser adultos
significó el adiós tras una pasarela de la Aduana,
y un collar de pequeñas cuentas pendientes
reventando por la loca carrera del regreso.