La camiseta se le pegaba al cuerpo. Era un hombre robusto con una prominente panza. El pelo lacio, negro, su rostro abotagado, lleno de cicatrices de viruela. En la mano izquierda sobresalía una esclava de oro con diamantes dibujando su nombre. Tendría aproximadamente unos sesenta años.
Tomó asiento, se echó hacia adelante, su panza se estrelló con el frente del escritorio, colérico manoteo:
–No es posible, tiene que ayudarme, no aguanto más, esos hijos de puta no sólo quieren arruinarme, si no también, quitarme a mi muñequita –una lágrima escurrió por su mejilla.
Mi cuerpo se balanceó en el sillón y le dirigí una mirada cargada de dudas, al parecer comprendió que no entendía nada y solemne explicó:
–Es que soy dueño de un tinacal allá por Tlalnepantla, surto de pulque a la mayoría de las pulquerías de la ciudad, pero hace algunos meses empezó a correr un rumor, y pus la verdad las ventas han caído un chingo.
–¿Y cuál es el rumor? –pregunté.
De entre sus ropas sacó un sobre amarillo, nervioso lo puso sobre el escritorio, me invitó a abrirlo: unos panfletos, que al leer comprendí de qué se trataba el rumor. El volante decía que el pulque vendido en diferentes establecimientos era fermentado con excremento e invitaba a mejor beber cerveza.
Al leerlo, los recuerdos se agolparon en mi mente. Mi niñez, mi adolescencia, se hicieron patente. Recordé con nostalgia mi encuentro con el pulque cuando era niño; vivía en una vecindad de Tacubaya, todos los domingos en punto de la diez de la mañana el bullicio llenaba el patio, los comerciantes llegaban con las barricas de pulque y diversos alimentos: chito, patas de pollo, huevos duros, semillas, tacos de tripa. Un sinfín de olores inundaba la vivienda, era un toreo clandestino donde el homenajeado era el “caldo de oso”, parafraseando a Gabriel Vargas, pero no todo era cordialidad; como a eso de las seis de la tarde el efecto de la bebida comenzaba a tornarse violento.
Lo que más me impresionó de una de esas tantas tardes fue cuando un hombre, apodado el Jarocho, apuñaló a otro cuyo cuerpo inerte cayó sobre la puerta. También cuando, ya adolescente, robamos el camión que repartía el pulque, con todo y barricas; y ahí íbamos ordeñando las barricas, bebe y bebe, recorriendo el tramo de Chapultepec al zócalo y viceversa…
Un golpe en el escritorio me sacó de mi ensoñación.
–¿Acepta? –la voz del hombre se oía angustiada, me extendió un sobre y una fotografía.
Tomé el sobre, conté el dinero, miré la imagen con detenimiento, el rostro delgado de una mujer con unos labios cachondísimos y una desgreñada pelambrera teñida de rubio me miraba sensual. La pistola se me paró al imaginar qué podría hacer con esos labios.
–¿Y ella? –cuestioné.
–Es mi muñequita, pero también quiero que la investigue, no sé porqué, pero empiezo a sospechar, últimamente anda muy pegada a un güey muy raro, es dizque panista y según la está ayudando a conseguir unos permisos; desde que lo conoció está muy rara.
El hombre se levantó y antes de salir, dijo:
–La puede encontrar en un antro llamado el Osito de Felpa, es la dueña, está por Lázaro Cárdenas –azotó la puerta.
Lo primero a investigar era el por qué de ese rumor. Un espíritu popular y nacionalista encendió mi cuerpo. Surgieron varias preguntas. ¡Pinche gobierno! ¿Acaso en contubernio con los industriales de la cerveza hacía correr el rumor? ¿O quieren hacer contratos de riesgo con alguna transnacional? ¿O los dueños de los Table dance? ¿Quién chingaos estaba atrás de esto? ¡Pinches panistas anti patriotas!
Caminé por el eje Lázaro Cárdenas, hasta encontrar el antro el Osito de Felpa, ¡ah, pa’ nombrecito! Como si el dueño fuera puto, estaba en un edificio de cuatro plantas pintado de color rosa fiusha, sobresalía un anuncio de neón que titilaba; en medio, un osito prendía, apagaba, y una lagrimita escurría por su mejilla. ¡Qué putería!
Entré, los techos altos, la luz mortecina, la música suave, unas veinte mesas de plástico, semivacío. Me paré frente a la barra, pedí un vodka. Una mujer frondosa se acercó, de 30 a 35, ordenó un Bacardí blanco, su vestido rojo hacía resaltar un par de hermosas nalgas. Me acomodé la pistola. Sus largas piernas brillaban, unas chichis grandes y redondas. La observé, sus movimientos tenían un aire orgulloso, como si apagara el fuego a pedos, y cómo no, con esas nalgas… Detrás de la barra apareció un hombre, robusto, chaparrón, se acercó a la Muñeca, con lujuria acarició sus nalgas, la besó con fruición, el chasquido de sus lenguas lastimó mis oídos. Saqué mi pluma–cámara–micrófono, comprada en el barrio de Tepito a una judía exespía del mossad, tomé unas fotos. Escuché la conversación.
–Pues ya estuvo chiquita, me dieron el permiso para abrir el nuevo table, y además parece que tu pinche gordo ya valió madres –exclamó alegre el hombre.
–Qué bueno, papi –la voz de la mujer me sonó extraña, era entre aguda y grave, si no estuviera viendo esas nalgotas pensaría que esa voz era la de un hombre.
Salí consternado, al enterarse el pulquero que la pinche Muñeca le ponía con otro, su corazón quedaría destruido. Pinche frase tan melodramática, eso me gano por ver tantas taranovelas. Mi educación televisa me hacía sentir orgulloso.
Una parte de la investigación quedó concluida, pero faltaba lo más importante, el rumor de la mierda en el pulque. Decidí seguir con las pesquisas, caminé múltiples calles, visité pulquerías como La risa, La pirata, La paloma azul, El Ana María, Los cacarizos, probé curados de avena, de tuna, de pitaya, de nuez, de mamey, de piña, de tamarindo, de jitomate, de ostiones, de camarón. Tomé en tornillos, cubos, catrinas, chivos, tarros. Al descubrir la infinidad de ambientes, olores, sabores, colores, me di cuenta de que era un snob, la verdad escribir que un detective en vez de tomar Jack Daniels tome pulque, para los críticos sería un escándalo. ¡Bola de mamones! Por eso en el próximo relato mi personaje tomará pulque. Mi espíritu chovinista quedó satisfecho, eructé.
Seguí durante un tiempo al amante de la Muñeca, se hacia llamar Lic, su nombre, Carlos Hernández, también conocido como El Rey de las Chicanas o El maciza, dueño de varios tables. Su vida social era ardua, pero lo que más llamó mi atención fue que ese cabrón se cogía a todo lo que respiraba, hasta a un putito, un mesero de un antro nombrado El Edén y a quien apodaban La Jacqueline. También visitaba, en múltiples ocasiones, al Secretario de Economía y se reunía con unos gringos.
Unas de esas noches lo seguí hasta el tinacal de mi cliente, ahí tenia conchabados a unos trabajadores, quienes introducían en las barricas la llamada muñeca. Pero esto no acaba aquí, mis investigaciones me llevaron ante el representante legítimo de lo popular, espía de Weekeelees, Alberto Sánchez, él me aclaró todo: allá por los años cuarenta las empresas cerveceras corrieron el rumor de que el pulque era fermentado con excremento, que en un trapo envolvían la mierda y la aventaban al pulque, esto por supuesto era mentira, pero los muy tramposos convencieron a una gran mayoría y el consumo de pulque se desplomó.
¿Y ahora qué tenían que ver los gringos y los panuchos? Bueno, como ya habían vendido todo el país, y como no hay más que vender, están vendiendo el pulque, lo quieren industrializar y sacarlo en presentación botecito y todas esas jaladas. Era un compló internacional, parafraseando al presidente legítimo. Las manos me temblaron, estaba metido en un brete, mi vida corría peligro. Además, me dijo que la Muñeca no era mujer, que esas tetas y nalgas se las habían echo en Brasil y que el financiamiento salió del gobierno.
Pasaron los años, mi investigación le valió madres a todo mundo, mi cliente vendió su tinacal a los japoneses, el Lic se hizo muy rico coyoteando permisos y la Muñeca ahora es mi secretaria, y algo más…