Una tortuga marina y 12 codornices

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La cocina francesa se ha caracterizado por llenar sus mesas con sabores penetrantes, raros animales y el uso de frutas exóticas. Pareciera que la danesa Karen Blixens en su novela no quisiera rescatar algo de su cocina, al contrario, una celebración en nombre de la afanosa Babette y su extravagante cena francesa.
El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987) retrata la vida rural e insípida de un pequeño pueblo alejado de toda civilización y de todo placer. Tanto así que nuestras anfitrionas son las únicas dos hijas de un ministro de una secta anglicana, llevadas a la sobriedad y a la austeridad para dedicar su existencia a la mera devoción religiosa.

Ni el joven Lorenz, un sediento capitán de la guardia real en busca de una vida en pareja al lado de Martina, con todas las bondades de una carrera militar, o el talentoso y distinguido cantante de ópera de París Achille, apasionado devoto por la música que encontrara en la voz de Filippa un talento excepcional, permitirán a las hermanas alejarse de la estricta y fanática rectitud monástica en la que viven. Sin embargo, la llegada de la guerra prusiana obliga a Achille a encomendar a las hermanas el asilo de Babette, una distinguida cocinera que encuentra las puertas abiertas en Dinamarca tras la huida por la invasión germana. Babette es recibida a cambio de sus servicios como asistente doméstica.

La frustración gastronómica de Babette se deja ver en una sopa de pan y cerveza que es prácticamente el único alimento que prepara día a día. La burda repostería, el tocino rancio del abasto local, la cara e insípida pesca del día… El único lazo que tiene Babette con su tierra natal es un boleto de lotería que juega cada mes. El día ha llegado, la fortuna de Babette asciende a un premio de 10 000 francos. Para esa época sería el equivalente a un año de trabajo de cualquier mortal.

Babette, humildemente, pide permiso de preparar una cena para sus amas por el aniversario luctuoso de su padre, aunque éstas reniegan un poco, ceden. Babette, decidida, encomienda a su sobrino traer desde su tierra un bloque de hielo, la cabeza de un buey, una tortuga de mar, doce codornices vivas, caviar, copas, plaquet, manteles, servilletas y una infinidad de delicados ingredientes.

La invitación es para los doce discípulos del difunto ministro que han sido advertidos por las hermanas de la posible presencia de platillos demoniacos en la cena; todos han hecho un juramento para no caer en la tentación de los venenos y perversos placeres escondidos entre los brebajes y alimentos.   La tensión crece un día antes de la cena, reclamos, caprichos, rencores, odios y sentimientos guardados salen a flor de piel entre los invitados. Se tiene la sorpresa de la compañía del joven Lorenz, que ya es un general condecorado y viajado.
Llegó la hora de cocinar, el mise en place está listo; las cerezas en almíbar, vinagre de Champaña, caviar sebruga, paprika, eneldo, tomillo seco y aceite de olivo ansiosos esperan a ser usados por la astuta Babette. Los caldos ya están trabajando desde temprano, un amarre de hiervas de olor, cabezas y patas de pollo y un trozo grande de carne de tortuga entran en la olla para convertirse en el primer plato.

El hojaldre en ruedas se separa con la boca de una copa de cristal cortado, serán un vol-au-vent, la cuneta que reciba las pequeñas aves rellenas con paté de ganso y dos generosas rebanadas de trufa del tamaño de un centenario. Humeantes bollos recién horneados acompañarán los platillos.
¡La cena está servida! El mantel perfectamente planchado, juegos de cuatro copas por comensal, seis platos por servicio, candelabros de plata al centro, servilletas en abanico y los respectivos cubiertos para cada tiempo. Se sirve la sopa, no sin antes una copita de amontillado, o como lo llamamos aquí, jerez.

El general, inmediatamente, reconoce la calidad del aperitivo, su estancia en París le permite reconocer los finos detalles de aquella ciudad. La sopa de tortuga pasa desapercibida por los comensales; sin embargo, por nuestro invitado especial, no, y como se ha vuelto en el director de orquesta de la etiqueta y los modos de la buena mesa, inevitablemente los invitados siguen sus maneras y se disponen a disfrutar.
En seguida llegan los Blinis Demidoff, galletas con caviar y crema ácida servidos generosamente con una cucharada de la lujosa hueva de esturión, acompañados con su perfecto maridaje, una copa de Veuve Clicquot 1860 (tomemos en cuenta que se está en el año 1871, una botella de esa añada en esa época podría ser y fue un champagne extravagante). Los ignorantes comensales no tienen ni idea de lo que se están llevando a la boca.

El pesimismo sale corriendo por la puerta trasera, todos emborrachados por los sutiles sabores y el simpático efecto del alcohol, tienen ahora una actitud de alegría. Las codornices salen al momento del horno, una salsa de trufas las custodian para remojar sólo por un instante el bien logrado hojaldre, acompañado de un Clos de Vougeot uva Pinot Noir, la favorita de hoy en día, una uva delicada… pero bueno, eso es harina de otro costal.
Ahora todas las enseñanzas del ministro son excusa para brindar. Nuestro educado general ha recordado los sabores del Café Anglais al morder el cráneo del ave y chupar sus sesos, los sabores que hacen referencia a la chef que dirigía dicho café han sido comparados con un romance que no hace distinción entre el apetito carnal y el espiritual. Una chef digna de sacrificar la vida por su genialidad culinaria, Babette.

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