Alrededor de las tres de la tarde de este martes (9 de junio de 2015), comenzó a crecer a pasos apresurados la fila que se formaba a un costado de la sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario (CCU) en la UNAM. Hasta esa hora, se sabía que solamente esa sala albergaría la presentación del libro póstumo del escritor Eduardo Galeano.
Poco después de las cinco de la tarde se abrieron las puertas del salón. Faltaba una hora para que comenzara el evento que también sería un reconocimiento, un homenaje al maestro uruguayo de pensamiento profundo y expresión sencilla. Galeano se fue de entre nosotros hace dos meses a causa del cáncer de pulmón que lo aquejaba; pero antes de que la muerte lo alcanzara, dejó en nuestras manos su última obra escrita: Mujeres.
“Tenemos una crisis de éxito”, avisó la presentadora del evento. Pidió paciencia a los asistentes, pues se estaban habilitando las salas aledañas para que, en lo posible, ninguna de las personas que se dieron cita, permanecieran afuera. Comenzó con su discurso: “Hoy es un día muy especial para la Coordinación de Difusión Cultural, porque nos unimos a (editores) Siglo XXI para rendir homenaje a uno de los escritores más queridos de América Latina: Eduardo Galeano… A quien tuvimos el gusto de recibir aquí en el CCU en dos ocasiones: en 2009 y 2012”.
Poquito después de la hora pactada, la anfitriona hizo la presentación de los ponentes, quienes compartirían sus puntos de vista acerca de Mujeres y las vivencias que estos personajes pudieron cosechar con Eduardo: la escritora Elena Poniatowska, el poeta Jaime Labastida, la antropóloga Marta Lamas, el historiador Alfredo López Austin y el también escritor Gilberto Prado Galán, comenzarían con el homenaje.
Tomó el micrófono Jaime Labastida; contó la petición que le hizo hace unos meses el rector José Narro Robles, que “le ofreciera en nombre de la Universidad Nacional, el doctorado honoris causa a Eduardo Galeano; sin embargo, sin darme motivo para no aceptar esta distinción que le llenaba de orgullo, me dijo que no podía asistir. Evidentemente, la razón era la enfermedad”.
Después de esta corta introducción, el poeta presentó a Marta Lamas, quien comenzó con el análisis de la obra póstuma: “Por un instante temí, que Mujeres fuera una de esas mistificaciones sobre la mujer, tan en boga entre nuestros intelectuales. La tendencia de ver a la mujer con “m” mayúscula como uno de los profundos enigmas de la existencia es muy común entre los escritores de todas las lenguas. (…) Incluso filósofos que han retomado la idea de Simone de Beauvoir de la mujer como el segundo sexo, como el otro del hombre, y la han reformulado de una manera más leve como Julián Marías, que dice: “lo que significa la mujer para el hombre es otro sabor de lo humano” ; y Marías mismo concluye, diciendo que “la relación entre mujeres y hombres es el descubrimiento de otro mundo, de otra manera de la realidad, a la cual se asoma uno con asombro y deslumbramiento”. Eduardo Galeano añade a ese asombro y deslumbramiento, su crítica política radical, y así, este libro, se vuelve justo lo que nuestro escritor ya ha hecho y sabe hacer muy bien: una denuncia política implacable, escrita literariamente, que sorprende y conmueve…”.
Marta Lamas se hallaba inmersa en aplausos, desnudó una parte de la personalidad galaneasca; entonces, llegó el turno de Gilberto Prado, quien fue acusado por Jaime Labastida de profanar territorio Puma con la playera del Santos Laguna que llevaba puesta; el escritor coahuilense se lo tomó todo con humor, y explicó que “tiene que ver con la afición que tenía Eduardo Galeano por el futbol”. Entre risas y bromas, Labastida había hecho mención al bagaje del escritor mexicano, que entre los premios cosechados está uno que le fue dado en compañía del autor de Los hijos de los días, quien formaba parte del jurado: “Conocí a Galeano en 1994, a propósito de la entrega del premio ‘Lya Kostakowsky’. De ahí nos fuimos Eduardo Galeano, unos amigos y yo a una cantina que se llamaba La Guadalupana; ahí estuvimos tomando hasta las agrias almas, como diría el poeta”. Marta Lamas antes, y en estos momentos Gilberto Prado, retoman con entusiasmo el humor punzante y agudo de Eduardo Galeano: “Recuerdo cuatro anécdotas: cuando los parroquianos iban al baño decía: ‘mirá como van con cara de penitentes y salen con cara de celebrantes’; ‘¡Gilberto! El peluquero me humilla cobrándome la mitad’; ‘(…) yo no sé por qué es mi enemigo, si no le he hecho ningún favor’; y una última que me narra cuando alguien intenta cruzar a Borges en la calle 29 de Julio en Buenos Aires, y a la mitad de la calle le dice: ‘maestro, tengo que decirle que soy peronista; Borges le responde: yo también soy ciego’ ”.
Hasta el momento se había hablado del Eduardo Galeno activista, el indignado, el del autoescarnio, el amigo… pero fue Alfredo López Austin, el que habló del Eduardo Galeano periodista: “De la edición de las Venas abiertas. América Latina a la de Mujeres han transcurrido 44 años. (…) ¿Buscó Galeano un estilo más propio o existió en él, por el contario, una transformación personal? La primera respuesta no satisface: en Venas abiertas hay un estilo firme, contundente, pleno, directo, que se forjó en el teclado del periodismo, un estilo idóneo para la empresa que como autor se echó a la espalda. Es difícil imaginar la magnitud de esta obra, si otro hubiera sido su destino. ¿Existieron entonces dos Galeanos? ¿Primero y segundo? Tampoco parece ser muy satisfactoria esta respuesta. Convendrá repasar un poco la voz del autor cuando se juzga él mismo, cuando juzga su obra o cuando expresa sus propias intenciones… Siete años después de la primera edición de las Venas abiertas, explicará cuál fue la intención de este libro. Había sido escrito para conversar con la gente, un autor no especializado se dirigía a un público no especializado con intención de espulgar ciertos hechos que la historia oficial, historia contada por los vencedores, esconde o miente. En unas cuantas palabras, aclara emisor, receptor, forma y propósito… Sólo tendríamos que hacer una observación: Galeano era un historiador; estaba especializado como pocos en la historia inmediata a través del ejercicio del periodismo; no lo era en cuanto a una historia de rangos cronológicos y geográficos tan amplios de la que ningún historiador puede jactarse de ser especialista”.
López Austin recalcó que hasta en sus últimos libros, “Galeano mantuvo su principal técnica de ataque: frente a la corrupción gubernamental y de hipocresía, o el cinismo ya normalizado, cuando la podredumbre es tan común que ya a nadie conmueve, basta un dato duro, o un ejemplo histórico, hasta una mera anécdota para confrontar la mentira…”.
A estas alturas, los rostros que presenciaban el homenaje estaban endurecidos por la seriedad que da el contener las lágrimas; soltando las articulaciones de la cara sólo cuando el humor galeanesco se manifestaba en la sala. Gente suspirando y limpiándose con el dorso del brazo la vista empañada, a la espera de algo importante que tenía que decir Elena Poniatowska. La escritora es quizá de todos los ponentes la que convivió más tiempo con Eduardo: “…antes de dedicarse a la literatura trabajo en una fábrica, también fue mandadero y dibujante. Lo conocí con Arnaldo Orfila Reynal, en la casa de la Morena número 430, primera sede de la editorial Siglo XXI. En torno a la mesa de los Orfila, se reunían los grandes exiliados de las dictaduras de América Latina, las víctimas de golpes de Estado, los intelectuales que condenan el régimen militar de su país: chilenos, uruguayos, argentinos se sentían protegidos por la editorial Siglo XXI. A Galeano, el horrible dictador argentino Videla, lo tenía en su lista negra. Total, yo era la única inconsciente libre, feliz en esa mesa; pero al leer sus libros comencé a sentir lo que podía significar la falta de libertad y adquirí gracias a ellos una conciencia que me hacía mucha falta…”.
En el discurso de Elena, deja de manifiesto la convicción de Eduardo por despojarse de cada uno de los atributos de la gloria y de los reconocimientos: “acaba de contar Jaime que no vino a recibir el doctorado honoris causa”. Además, revelaría una de las creencias más enraizadas del escritor cuando una tarde le dijo que “yo creo en los libros que cambian a la gente. La prueba de que la palabra humana funciona, está en quién la recibe, no en quién la da”. Seguiría contándonos fragmentos de sus charlas con él: “un texto es a mi juicio bueno cuando cambia a quien lo lee, cuando lo transfigura, yo leo eso y dejo de ser él que era porque me he convertido en otra cosa a partir de la persona que yo era. He multiplicado mi energía, que yo no sabía que tenía, se han encendido en mí fueguitos de la memoria, capacidad de indignación, de asombro, fuentes de belleza que crecen adentro, que son estimuladas por esas palabras que recibí: ésta es la palabra viva, la que vale la pena, la otra, la que te deja como estabas, puede sonar muy bien, pero no me sirve…”.
Elena Poniatowska concluiría su discurso de esta manera: “…con su muerte nos enseñó a morir dignamente. (…) él más que nadie se responsabilizaba de lo que decía, que él no quería que muriera la palabra, que él antes que cualquier otro era un dador de palabras, que él cumplía su palabra, que para él la palabra era su honor y que a él nadie, ¡ningún dictador, ningún verdugo haría jamás que se tragara sus palabras! Porque su vida entera había sido la de vivir porque escribía, vivir como escribía, y vivir para escribir… Por eso, hoy mismo, martes, 9 de junio de 2015, en esta sala Miguel Covarrubias, regresa Eduardo Galeano, porque así como nunca nos falló, es incapaz de fallarnos hoy, muchas gracias”.