Hace 47 años, la madrugada del 28 de junio de 1969 comenzaron tres días de resistencia de jóvenes gays, trans y lesbianas contra fuerzas policiacas que los atacaron en el bar Stonewall Inn, en Christopher Street, en el legendario barrio neoyorquino de Greenwich Village.
Cansados de las constantes redadas de la policía, de las agresiones verbales y físicas contra “los maricas”, los asistentes al Stonewall por primera vez fueron conscientes de su superioridad numérica y del orgullo de ser como eran frente a la represión policiaca.
Por primera vez, al menos en Nueva York, el orgullo dejó de guardarse para la intimidad y para el clóset para enfrentarse a la discriminación consentida por las autoridades. Ni enfermos, ni ilegales, ni locos ni “pervertidos”. Simplemente ciudadanos con derecho a reunirse, divertirse y amarse en un bar. El bar, ese sustituto de la familia, el parque y el ágora en la comunidad lésbico-gay se convirtió desde Stonewall en símbolo y epicentro.
Lo ocurrido en Stonewall marcó un antes y un después en la lucha por los derechos de la comunidad LGBTTI. En 1985, 16 años después de aquellos enfrentamientos, se decretó el Día del Orgullo Gay en Estados Unidos y de ahí se expandió a la mayoría de los países occidentales.
Ya no sólo se enfrentó a la policía sino se decidió “tomar la calle”. Mostrarse y ya no esconderse. Reclamar respeto y compartir el orgullo. En las primeras marchas del Distrito Federal eran tan pocos y silenciosos, expulsados del paraíso terrenal, administrado por los cancerberos del infierno moral. Los mismos que ahora califican de “antinaturales” los matrimonios entre personas del mismo sexo.
La Marcha del Orgullo Gay en menos de dos décadas se volvió masiva y sumamente festiva, aun con sus desorganizados convocantes, al menos en la Ciudad de México.
La batalla de Stonewall se transformó también en la demanda por el acceso a la salud y a los medicamentos, tras la irrupción de la epidemia del VIH-Sida, masificada ya a finales de los años 80 y la última década del siglo pasado. La Marcha por el Orgullo también fue una reivindicación por el derecho a la vida, al trato digno y a los medicamentos, sobre todo, después de que en 1997 el VIH-Sida dejó de ser una enfermedad mortal, “un cáncer gay”, para transformarse en un padecimiento crónico.
En la era del VIH-Sida ya no era la violencia social sino el estigma social, mediático y religioso la principal amenaza y desafío a vencer, al menos entre los gays, trans y lesbianas más conscientes. Se murieron muchos activistas, escritores, creadores, celebridades de primera línea que advirtieron que esta nueva enfermedad sería un nuevo pretexto para el odio, exterior e interior. La gran mayoría, jóvenes sin recursos, sin nombre, que fallecieron en la sombra.
El Pulse de Orlando
Uno de los miles de jóvenes que murieron de VIH-Sida fue John Poma, joven norteamericano de familia tradicional. John falleció en 1991. Su familia le dio amor y aceptación, venciendo sus propios prejuicios.
En 2004, su hermana Barbara Poma y Ron Legler decidieron abrir en Orlando, Florida un bar en honor a John. Lo bautizaron como Pulse porque en ese sitio el corazón de John “resonaba en todo el club”, explicó Barbara.
Pulse se transformó no sólo en un bar, sino en un centro de reunión y de apoyo para jóvenes migrantes de origen latinoamericano. Puertorriqueños, dominicanos, cubanos convirtieron el sitio como uno de sus consentidos. Ahí no eran “latinos” ni discriminados. Era la nueva generación que celebraba en el nuevo milenio el avance de la diversidad y de los derechos reconocidos.
Hasta que llegó la tremenda madrugada del 12 de junio de este año en el Pulse. Omar Mateen, un joven de 29 años, nacido en Estados Unidos, hijo de migrante afgano, originario de Nueva York, crisol de muchas historias y de más patologías contemporáneas decidió cumplir con una misión tan sanguinaria como su narcicismo: matar a jóvenes gays, latinos, antes de que el odio hacia su propia naturaleza lo extinguiera a él.
Tuvo el acceso a las armas de alto poder, tuvo el entrenamiento, tuvo el resentimiento y el odio suficientes para cometer la peor matanza hasta ahora en un bar gay en la historia reciente de Estados Unidos. También tuvo el delirio exhibicionista de los terroristas de ISIS o de otros tiradores a sangre fría que intercambiaron su vida por una infamia absoluta en las redes sociales y en los medios masivos.
La matanza de Mateen conmocionó al mundo. Conmocionó a la comunidad LGBTTI porque ensangrentó el arcoiris en tiempos de discurso de odio revivido. Conmocionó a muchos que creen en un proceso civilizatorio, pero también se encuentran con el retroceso bárbaro de la deshumanización consentida y celebrada en legiones de odio que se exhiben en las redes sociales.
Este viernes 24 de junio, Barak Obama decidió erigir en Stonewall “el primer monumento que contará la historia de la lucha por la comunidad de homosexuales, lesbianas, bisexuales y transexuales”.
El gesto del primer mandatario norteamericano pretende ir al origen del Orgullo Gay, pero no podemos ignorar que junto con la batalla ganada desde Stonewall se encuentra también la derrota humana del Pulse.
Plantea un nuevo y tremendo desafío: no basta avanzar en los derechos civiles si tenemos la sombra un nuevo y peligroso policía interior. El policía que florece en medio de los discursos de odio, discriminación y violencia con altavoces en las redes sociales.
Como en Stonewall, tenemos que estar conscientes y hacer presente una superioridad numérica que reclama una nueva alfabetización moral para la diversidad.