Todo comenzó con una extensa carta resumida en un tuit. Recién terminaba su trabajo como Teresa Mendoza, la protagonista de La Reina del Sur –quizá su interpretación más poderosa, muy superior, incluso, a la calidad de la serie-, y Kate del Castillo lanzó como los náufragos una botellita en el océano de telegramas masivos que es la red social del Twitter.
Le llamaron la Chapocarta, pero era algo más que eso. Sólo al final, Kate del Castillo se dirigió a Joaquín Guzmán Loera, celebridad del narcopoder encumbrada por el mismo Estado y los gobiernos que tras él ocultan el rostro auténtico de un negocio criminal y tan extenso como una hidra. Del Castillo se dirigió a El Chapo para emplazarlo de una forma singular:
“Sr. Chapo, ¿no estaría padre que empezara a traficar con el bien? Con las curas para las enfermedades, con comida para los niños de la calle, con alcohol para los asilos de ancianos y que no los dejen pasar sus últimos años haciendo lo que se les pegue la reverenda chingada, no traficar con políticos corruptos y no con mujeres y niños como esclavos? Con quemar todos esos ‘puteros’ donde la mujer no vale más que una cajetilla de cigarros. Sin oferta no hay demanda. Anímense Don. Sería usted el héroe de héroes. Trafiquemos con amor. Usted sabe cómo”.
Era el colofón de un texto largo, de una carta tan sincera como ingenua, tan dura como tierna, tan rebelde como mesurada, donde Kate del Castillo admitió que no creía ni en el matrimonio ni en la monogamia, ni el castigo ni el pecado, ni en la Iglesia ni en el Papa, ni en los gobiernos anteriores y posteriores al PRI, ni en la moral de los espejos ahumados.
Sobre todo, Kate afirmó en plena etapa de la campaña presidencial: “Hoy creo más en El Chapo Guzmán que en los gobiernos que me esconden verdades”.
Fue el año del fatídico retorno del PRI a la presidencia a través de Enrique Peña Nieto y del asalto al poder de Televisa, la otrora “casa matriz” donde Kate del Castillo inició su carrera. Televisa llegaba con Peña a la cúspide de la cleptocracia mexicana donde se extorsiona con millones de dólares para apropiarse del tiempo-aire y aplicar con brutalidad la anestesia social de la pantalla.
Kate del Castillo no “cruzó” el espejo para ser Teresa Mendoza. Ella misma lo subraya en el texto publicado en Proceso este domingo 13 de marzo. Más bien rompió el espejo. Quebró las formalidades para expresar, desde su punto de vista, lo que ella consideraba una manera de releer su situación personal y su contexto social.
Al hablarse a sí misma y lanzar esta botella de náufrago al océano de las multitudes digitales, ni la propia Kate del Castillo imaginó o calculó que llamaría la atención del destinatario del mensaje final y que aceptaría el desafío.
Esto es lo magistral y enigmático de esta historia de atracción entre los opuestos: una actriz y escritora que quiere liberarse de sus propias ataduras y del éxito de un personaje de ficción que encarna a una narcotraficante como La Reina del Sur, y un narcotraficante y empresario real que busca en la ficción su propio goce y pretende contar su propia historia en el ocaso y cenit de su gloria.
No hay encuentros posibles sin tragedia. Y la tragedia de Kate del Castillo fue confiar su proyecto a quienes no buscaban lo mismo que ella. La traición que ella misma ha mencionado y que va perfilando en su entrevista con The New Yorker y en el texto con Proceso tiene indicios que llegan a desenmascarar a quienes son celebridades por ser un director “rebelde” y un actor “comprometido”.
Esta parte ha sido contada parcialmente por el propio Sean Penn, quien ahora exhorta a Kate del Castillo a “liberarse” de este episodio, como si ella no estuviera perseguida y señalada por un aparato oficial y propagandístico del gobierno peñista.
El Chapo, por ahora, no ha contado su versión en primera persona, pero Kate del Castillo nos recrea esta estampa casi al final de su texto en Proceso:
“El Sr. Guzmán respetuosamente jaló mi silla y me acompañó. Caminamos por un pasillo, él me tomó del brazo. El corazón me latía a una velocidad que no sabía que era posible. En ese corredor, mientras caminaba llevada del brazo de Joaquín Guzmán Loera, no sé de dónde me salió el valor para hablar. Pensé que si le molestaba lo que estaba por decirle, tal vez serían mis últimas palabras: ‘Amigo, no se te olvide lo que te pedí en mi tuit, tú puedes hacer el bien, eres un hombre poderoso’. El me veía con esa mirada penetrante que me atravesaba el cráneo: muy atento me siguió escuchando, continué con voz firme: ‘Y nuestro proyecto también va a servir para resarcir de alguna forma a las víctimas del crimen organizado, ¿Cómo ves?…
“Segundos que me parecieron eternos, hasta que me contestó: ‘Amiga, tienes un gran corazón, eso me parece muy bien’. Yo seguía temblando por dentro, su mano en mi brazo me sirvió para no desvanecerme. El siguió hablando…me dejó claro que ya no lo vería, que él nunca duerme donde sus invitados por seguridad de éstos. Me abrazó y me agradeció haberle dado unas horas de felicidad. Y se fue”.