Tu voz, tu sola voz, papalote que arrastraba una cola de recuerdos. Reconocí tu dicción juguetona, tus muletillas, tus gestos seguros. Eran muchos años sin vernos, sin saber cómo se habían enhebrado las historias.
Volver aquí, te desmigajo la coraza de ejecutiva que llevas desde hace tanto tiempo. Los años que teníamos sin vernos se fundieron en un parpadeo. Se me olvidaron las canas y los kilos de más que había tratado de esconder en el camino.
-Envejecemos y ¡qué carajo! Dijiste.
La carcajada retumbó en el Hall del hotel donde conversábamos. Esperábamos a los amigos. Tu nombre era un poderoso imán que nos unía a todos. Allan, escondido, nos observaba. Se acercó con sigilo. El ¡taaantos aaños! y los ¡estás igualito!, se ritualizaban. Nadie más llegó. Ahí estábamos Allan, tú y yo. Llevabas con soltura tu éxito, como si no te hubiera costado ningún esfuerzo. Irradiabas magia. Como antes. Allan quería mostrarte sus días. Fuimos a su oficina. La noche estaba entera, aprisionando este monstruo de ciudad en que se había convertido este valle extransparente, tan querido por ambas, extranjeras las dos, tendimos los puentes necesarios para volvernos indispensables. ¿Te acuerdas? Cortázar decía que un puente no puede tenderse de un solo lado. Bueno, uno de sus personajes lo dice. El autor se nos funde, a veces, con sus personajes, pero las palabras son rescatadas, y eso al menos es lo que cuenta. Las palabras.
Llegamos al edificio en donde Allan tenía sus oficinas. Descubrimos un talento, una creatividad que ese hombre sencillo guardaba con reservas. Había ampliado su negocio. Si aceptábamos subir al piso siguiente nos mostraría un ángulo de reforma que no conocíamos. Yo me apresuré a subir los escalones, te vi entonces, Camila al pie de la escalera. Temblabas ´´no puedo´´ dijiste, tengo miedo. Allan y yo preguntamos la razón. ´´tengo miedo´´, contestaste escuetamente. ¿Tú, Camila, con miedo? Imposible. Habías sido siempre la más libre. Creíamos que nada te ataba. Nunca entendimos tu prisa de regresar. Amaneciste regalando tus cosas, con el mismo desprendimiento que acostumbrabas. Te marchaste. No dejaste para las despedidas. Después de tu partida fue un interregno. Todos pedimos los vínculos. No había imán colombiano que nos atrajera. Noticias escasas. Matrimonio, isla caribeña. Problemas. Sin fotos que guardan el acontecimiento, sin testigos, sin familias, sin amigos. Yo siempre sospeché que nos ocultabas a un marido negro. Contigo todo lo inesperado era posible. ´´Tengo miedo´´. La frase no nos era ajena. De mi era creíble, un rasgo de mi zozobra vital. No de ti. Breve psicoanálisis. Allan y yo intentamos desenredar el pequeño hilo que se nos tendía. ¿Cuándo comenzaste a tener miedo a las escaleras? Tú Camila, morosa, meditabas. Yo te tendí mi mano. Allan te custodiaba desde atrás con su mano asida a la tuya. Nosotros te cuidaremos, murmuramos. Por turno fuimos espetando las preguntas. ¿Qué asocias cuando ves una escalera? ¿Cómo es el miedo que sientes? La obscuridad. La obscuridad. El miedo se ahonda, cava nidos en la carne. Comprime gritos. Vuelve los huesos alaridos. ¿Me entienden? Hubo un tiempo de grandes apagones en Bogotá. Fue por la época de mi divorcio. Fue también cuando comenzaron las llamadas obscenas. Algunas veces eran voces femeninas, voces chirriantes, otras eran voces masculinas, voces untuosas que deletreaban lubricidades. Cuando se lo dije a Santiago se rió. Me dijo que me ocupara más. No era posible que le diera tanta cabida a unas llamadas ociosas. Yo no entendía que su tiempo era valioso. El gran crítico literario construía su colmena de textos que consideraba su prestigio. No debía interrumpirlo, nunca.
Subimos las escaleras. Tu voz adquirió seguridad. Tus pasos también. Interrumpimos la historia cuando llegamos a la azotea. Allan había arreglado todo. Las luces de ese paseo deslumbrante, refulgían. Nada tan lejos de nuestra mente como las historias perversas que diariamente circulaban en la nota roja. Nada tan lejos como los años de nuestra juventud. Habíamos estudiado las carreras juntos. Almibarábamos los sueños. Yo había truncado mi pasión por el cine. Ya no sería la directora que ambicionaba ser. Tú Camila, la de los pasos de rumba, la de los sorbos de mota, la habitante de las azoteas, te habías convertido en una personalidad-mana, tu brazo se extendía en busca de un portafolios, tu dedo guiaba las horas en las páginas de tu apretada agenda. Allan, nos descubría sus manos pobladas de pájaros, de árboles de pequeñas figuras que transformarían las historias que los niños mirarían en la tele. Era un artista. Construía su trabajo con suavidad y el encanto que mantuvo siempre. El hombre bueno. El amigo generoso. Recordamos nombres, reconstruimos historias. Sin pudor relevábamos nuestras fantasías. La Diana Cazadora, con sus ancas poderosas y su brazo amenazante, monopolizaba nuestras miradas. Mujer altiva, mujer solitaria, mujer de bosques. Aquí, inmersa en la garúa de coches, en el hollín rasposo.
Fuiste tú, Camila, la que quisiste romper con todas esas frases que ocultaban nuestra verecundia. Al confesarnos tu miedo, develaste también a una Camila desconocida. Era duro, dijiste, distante. Me convertí en su testigo. Sólo lo de él era importante. Sus cenas con personalidades de la literatura, donde incluso hasta con el mismo Gabo coincidíamos. Tú tan querido Gabo…
Pautamos el aire con nuestras carcajadas. Había surgido el nombre tabuizado. Gabriel García Márquez, al que tú, Camila, habías despreciado siempre y al que yo rescataba navegando entre tus dicterios. ¿Cuándo van a dejar atrás a García Márquez con historias fraudulentas? ¿Por qué carajos no podemos darle cabida a otras voces nuevas? Explotaste con la misma vehemencia de siempre. Yo estaba tentada a seguir por esos recodos literarios. Tuve que morderme la lengua para no entrar en el juego y así, con mi silencio, permitirte, a ti, Camila, reconstruir, o ¿desconstruir?
Tú propia historia. Escribía sobre una monja, ¿saben?, los hábitos de esa mujer distante ocuparon sus horas, sus ganas, sus sueños. A mí, la mujer de carne, la construida con astillas de realidad y del más puro amor, no la tocaba. Yo quería un hijo, o una hija, el sexo no era importante, me bastaba con imaginar aquél pequeño ser formándose adentro de mí.
Cuantas veces recordé unos versos sueltos de Sabines, unos donde hablaba de una cojita embarazada ´´se le agrandaron los ojos como si su niño también le creciera en ellos pequeño y limpio´´.
Sola me lo repetía, pequeño y limpio. No deseaba más. Fueron días de discusiones bizantinas. Nudos gordianos que no tenían solución. Yo corté de tajo. O lo tengo, o me voy, le dije. Nunca pensé en sacrificar mi maternidad. EL aceptó, renuente. Algo ocurría en mi cuerpo, como si estuviera clausurada. Tierra infértil. Me sometí, con las ganas acumuladas, a dolorosos tratamientos. Tal vez mi cuerpo era más sabio que yo misma. No pude tener un hijo con él. Creo que me fue mejor. No hay vínculos, no hay pretextos. Ahora que lo pienso preferiría adoptar una niña. Alguien que sepa que la deseé. Alguien con quien compartir mi mundo de mujer, ese que tengo regalado. Yo la interrumpí, le dije que no era tarde. Podía tener un hijo propio, salido de su cuerpo. Yo estaba en contra de la adopción. Tal vez por las historias escuchadas. Por miedo. Hijos que buscan a sus padres biológicos. Niños eternamente atormentados por el abandono. Tú, Camila, te exasperaste, preferías adoptar a alguien para rescatarlo del abandono precisamente. Redentora. Siempre redentora, La palabra tenía resonancias, ambas lo sabíamos.
Recordamos nuestros años juveniles. Yo pagando culpas inexistentes. Recogiendo desamparados. Recordamos las relaciones sostenidas por ambas. Tú, Camila, reíste. Yo reunía un tuerto, un paralitico, un suicida. Te respondí, entonces, que el cojo los habías encontrado tú. Entre las dos lográbamos reunir un pequeño infierno. Algo, un nombre, un país, nos permitió anidar un rato en la historia de aquella amiga mutua, que había escrito un libro titulado ´´Saudade´´, ¿Qué habrá sido de ella? ¿Te acuerdas? Me dijiste, Camila. Yo te respondí que se había aislado, que había construido una casa laberíntica donde termino encerrándose con sus historias de nostalgia. Tal vez en su próximo viaje, lográbamos tenderle el hilo de Adriana. Está muy sola. ¿Sola? Con tus ojos lo expresabas todo. Solas estamos todas. Tú y yo queriéndonos tanto, también nos abandonamos. Quince años de abandono. Allan nos escuchaba en silencio. Respetuoso siempre. Redescubriéndonos, él tenía una historia más feliz que la nuestra. Una mujer que había sido pan y vino.
Decidimos cenar en un restaurante cercano al zócalo: Los Girasoles. Música, comida estimulante de sabores ásperos. Harina, mucha harina. Tequila, estábamos en la tierra del ágave.
Salimos a caminar por esas aceras anchurosas. Un grupo de jóvenes artistas entretenía con sus cantos. Fue entonces que lloraste. Tus ojos se volvieron peces. Habías vivido tanto aquí. ¿Por qué nunca quisiste regresar? ¿Qué te impedía una parada en tus constantes viajes? Hablábamos de la familia. Recordé los poemas de tu hermano Erwin, Nunca lo conocí. Jugábamos con la fantasía de que él se enamoraría de mí. Traías más dolor, Camila, del que podías imaginar. Tu amado Erwin, tu compañero insustituible, tu intérprete de silencio estaba inmovilizado. Una enfermedad terrible lo paralizaba. Su cuerpo había enmudecido completamente.
Una pequeña computadora conectada a sus cejas permitía aún un pequeño contacto con el mundo. Esperabas su muerte con la rabia y el llanto de tus noches de insomnio.El mundo, me dijiste, ya no va a ser igual, es como si me arrancaran un brazo o una pierna. Sé que puedo vivir cercenada, pero que el dolor y la añoranza los llevaré conmigo. Quise abrazarte, tantos años sin poder abrazarte. Así, fuertemente, transmitirte con mi cercanía la ilusión del reencuentro. Quise saberlo todo. Preguntarte. Llenar ese agujero enorme que nos separaba. Quince años. Tú tampoco sabías de mi historia. Pero eso podía esperar. Te pedí que continuaras contándonos de Santiago.
Un día decidí dejar los intentos de maternidad, me encontraba cansada y triste. Como si el placer fuera lo más ajeno a mí. Carne desprolija. Santiago, con su experiencia, me llevaba más de veinte años, supo también que algo se rompía. Que yo no era ya la testigo incondicional de su vida. Una parte mí se resistía a morir en esa relación donde el puente no había llegado al otro lado. Me invitó a pasar unos días fuera de Bogotá. Descendíamos por la carretera culebreante, sinuosa, llena de precipicios. Había llovido. El coche comenzó a deslizarse. Grité. ¡Santiago , los frenos, deténlo. Nos vamos al abismo! Cerré los ojos. El coche se estremecía. Una parte de mi daba al abismo, la otra, sostenida, apenas tocaba la tierra. Aterciopelamos los movimientos.
Cuidadosamente abrimos la puerta de mi lado, logramos salir, ya seguros, sin el aire amenazante del precipicio, Santiago me estrecho fuertemente, fue raro. Sentí que era un desconocido, un extraño, alguien ajeno a mí el que me apresaba entre sus brazos. Esperamos en silencio, no sé cuánto tiempo. Los automovilistas se paraban por la curiosidad, por la perplejidad de ver un coche suspendido en el aire por algo que no sabíamos que era. Llegó la grúa. Mi parálisis, mi extrañamiento se desdibujaron, observé con detenimiento todas las maniobras para rescatar el vehículo. ¿Saben lo que lo había detenido? Allan y yo in tentamos adivinar. Una planta. El tronco mutilado de un árbol. Una roca. Te reíste, Camila, ante nuestras inútiles palabras. Una cruz. Dijiste. Una cruz. Yo, con urgencia te pregunté si habías anotado el nombre de la persona a la que le pertenecía esa cruz. Sabíamos de inveterada costumbre de poner una cruz donde alguien murió en un accidente. Te reíste, con más fuerza aún Camila – propio de ti, no de mí. Tú habrías indagado quien era, qué hacía, cómo murió, habrías intentado conocer a los familiares. Quince días después de ese suceso, Santiago y yo no nos separamos. ¿Era necesario entonces buscar el nombre de esa cruz? ¿Lo entienden? Cualquiera hubiera sabido. Nos bastaba con saberlo los dos. Era el desamor.
Yo me quedé en la casa que habíamos habitado. Paralizada, ciega, muda, nostálgica, adolorida, entumecida, acongojada, embrutecida, vacía, hueca, seca.
No sé cuántas semanas pasaron. Cómo lograba bañarme y salir a trabajar como si nada hubiera pasado. Como si mi vida no se hubiera convertido en añicos. Las llamadas ¿recuerdan? habían continuado. No colgué, escuche. Me regodeé en el dolor de las revelaciones. Santiago había tenido un amante desde que nos casamos, una vieja que había continuado. Tristeza y rabia. ¿Dónde estaban mis ojos? ¿Dónde? ¿Cómo no había yo podido darme cuenta de lo que pasaba? ¿Dónde estaba mi sensibilidad, mi capacidad de percibir, de intuir, de presagiar? ¿Dónde?
Era la época de los apagones ¿recuerdan? Nadie se atrevía a subir elevadores por el miedo de quedar enjaulado por varias horas. Todos optábamos por las escaleras. Atletas improvisados.
Santiago me habló. Ni siquiera pude reclamarle. Era innecesario. Las caretas habían sido desechadas. Me pidió retirar objetos, ropa, del departamento. Acepté. Ya me conocen. Le dije que se llevara aquéllo que considerara suyo. El día que habíamos quedado en que él acudiría a recoger las cosas, yo no estaría. Inquietud y desasosiego. Por la noche, cuando subía por las escaleras para llegar al departamento, mi mente era un panal ¿Qué se habrá llevado? ¿Las fotos, los libros, los discos? El apagón sobrevino mientras yo estaba subiendo uno de los escalones. Sentía frío, hielo, escalofríos. Con cuidado, en medio de la obscuridad fui subiéndo los peldaños. Abrí dificultosamente la cerradura. Tinieblas. Cerré la puerta. Me arrecosté en la pared, con los ojos apretados, esperando el momento en que regresaría la luz. ¿Horas, minutos? No lo sé. Cuando abrí los ojos, vi. Ví. el departamento estaba vacío. Tristemente vacío.
Fui a dejarte al aeropuerto. Algo pasaba. Los pasajeros tenían que caminar hacia el avión de Avianca que estaba detenido. Yo, desde el enorme ventanal, divisé tu figura caminado, con el portafolios en tu mano. Vi, como con soltura, tus pasos se encaminaban hacia la escalera, subías con orgullo, tu porte perfecto, satisfecha. No había incertidumbre, tus pies te respondían.
Entraste al avión que te llevaba a Colombia, tan lejos de mí, hasta cuándo.