Ariadna se abrió anhelante al placer gestado durante las caricias febriles y los susurros mágicos. Dócil, se abrió como una gruta encantada, como un fondo marino bíblico. Después todo fueron estertores. Ariadna gemía, arañaba, se enroscaba. Terminó inundada por una erupción volcánica. El final de la obertura fue cruel, sanguinario. Ariadna aulló de dolor, pero su grito de angustia se hundió para siempre en el pozo del horror pánico. Brotó la sangre, los miembros seccionados, las vísceras pulsátiles.
Ciudad de México 1977