Todavía se alcanza a divisar aquel 2012, cuando el aforo de la sala Nezahualcóyotl de la UNAM fue insuficiente para que todos tus lectores pudieran escuchar, contados por tu propia voz, los relatos de lo que era en aquel entonces tu último libro, Los Hijos de los Días. Mientras te acomodabas en tu lugar, al centro del auditorio, se alcanzó a escuchar “¡arriba Peñarol!” A lo cual tú respondiste en seco “¡eso nunca!” Tu afinidad por el club Nacional es bien sabida; siempre contigo la pasión futbolera: a cada lugar adonde fueras, en cada entrevista que concedías, en tu literatura y cosmovisión del mundo. Aquella vez no te despedimos con aplausos al finalizar tu lectura; fueron unos goyas que te conmovieron hasta el corazón, con los cuales partiste de la sala; logrando nosotros arrebatarte una enorme sonrisa, que nos abrazaras a todos a la altura del pecho.
Cinco días después se tambaleaba tu frágil cuerpo, y con ello tu asistencia a la XXIV asamblea general de CLACSO en el hotel Hilton de la ciudad de México. Fue necesario llenar un salón en la planta baja, otro en el primer nivel, y uno más en el segundo piso, donde tú estarías en persona. En ese momento no le di mayor importancia a tu paso sosegado, casi de tortuga, en el instante que te vimos salir del baño, un periodista de la pampa Argentina y yo. Mi acompañante quería unas palabras para su revista; yo iba en busca de una firma. “No lo vamos a lograr, está rodeado por estos seis changos,” me dijo. Di un paso al frente mientras te aproximabas. Fueron cinco largos segundos, cuando tus claros y azules ojos me miraron. Levantaste una ceja, al tiempo que bajabas la otra, entendí entonces que una dedicatoria jamás podría compararse con esto, que había conseguido lo que buscaba.
Quisiera recordar completo tu discurso en aquel salón, pero a cambio llega la carta que te escribió el Subcomandante Marcos (ahora Galeano), en el ya lejano 2 de mayo de 1995, en la cual te platicaba cómo se vive el día del niño en las montañas del sureste mexicano: para ellos, los indígenas. Fue una historia conmovedora y cruel; pero graciosa y llena de irreverencia; tú mejor que nadie debes conocerlo: “Salude usted de mi parte, si lo ve, al tal Benedetti. Dígale usted, por favor, que sus letras, puestas por mi boca en el oído de una mujer, arrancaron alguna vez un suspiro como esos que echan a andar a la humanidad entera. Dígale también, que quién quita y lo de «Marcos» fue por El cumpleaños de Juan Angel.”
Tus biógrafos dirán que fuiste escritor, periodista o ensayista; pero jamás dejarás de ser maestro; tus enseñanzas quedan, y siempre eres referencia forzosa de los que nos proclamamos amantes de América Latina; sigues charlando y alentando a los indignados del mundo con tus escritos; eres el adalid del futbol en letras; eres los adjetivos que abundan en tu literatura: un exiliado que encuentra refugio en memoria ajena, el carasucia que habla del mundo patas arriba, dador de abrazos, eres la palabra que no calla aunque no encuentre destino; eres la sangre de las venas abiertas; eres amigo de esos locos que persiguen la utopía sin cesar: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, para caminar.”
Hasta pronto, maestro.