Los automóviles transitan rápidamente. Son las seis de la tarde, y los primeros anuncios luminosos comienzan a parpadear bajo un cielo de nubes plomizas. La luz del semáforo cambia de color, los vehículos se detienen. Sin prisa cruzo la calle. La incipiente lluvia de otoño, se anuncia bajo ráfagas de aire húmedo. Abro el paraguas. Me alejo rápidamente de la gente que comienza a juntarse bajo los dinteles. Sin darme cuenta me interno en una privada, en un pequeño espacio delimitado por el verdor de las hojas mojadas por la lluvia. Después de caminar por la banqueta, llegó a una residencia afrancesada con las paredes cubiertas de hiedra. En el segundo piso, descubro una ventana a través de la cual, me interroga una niña con sus enormes ojos negros. Su mirada intranquila se clava en el fondo de mi propio desconcierto. Temblorosa le devuelvo la mirada. Después de unos instantes mis ojos advierten en el fondo de los suyos, dos diminutas lágrimas que se confunden entre las gruesas gotas que resbalan por el cristal de la ventana. Permanecemos inmutables, ella mirándome fijamente, yo mirándola ahora retadora, y ambas nos miramos sin movernos, a través de la atmósfera húmeda de una tarde de otoño.
Ciudad de México 1976