Para: Diana e Ivonne,
Escribas de mis noches – diurnas
“Siempre estás pensando en mí,
de tu mente no me puedo ir,
piensa en otra y déjame salir”
El ritmo es pegajoso. Repites alguna frase, tamborileas en el volante. Te miras en el retrovisor, te gustas: escogiste el color que más te favorece, eso fue lo que dijeron en el diseño facial: un azul rey; y de veras que sería el rey de los colores de no ser por el rojo, pero ese color ni muerta; aunque está de moda últimamente. Qué bueno que te animaste a dejar el negro, luto perenne, y todo porque te sentías pasada de peso.
No quieres verlo. Sabes cuando una relación está dando los últimos estertores; algo aprendiste de las clases de Prieto cuando analizaban las novelas de Moravia.
Se lo has dicho, honestidad antes que nada, ésa es tu consigna. Insiste, no puede dejar de pensar en ti, eres su obsesión. ¿Cómo explicarle que tú estás en otra cosa? Le pediste que se dieran un break… la palabra te molesta, adultera el lenguaje que acostumbras.
Tú siempre traes una teoría a cuestas, un autor por discutir; deconstruccionismo es lo último que has visto. No entiendes nada, pero pones cara de inteligente, como si realmente lo aprehendieras.
Tenías mucho tiempo de no sentir esta placidez. Mañana te sentirás libre. Hay nudos que te atan, y el que tienes te atenaza la garganta.
Amaneciste sin asma, buen síntoma. Los últimos quince días fueron un suplicio; entre el asma y las llamadas de Gabriel te sentías acosada. Lo bueno es que en la universidad no puede localizarte… sabes de memoria lo que te dirá: “No me dejes, déjame reconquistarte, sin ti no puedo estar… si me dejas, me mato”.
¿Por qué tiene que hacerlo todo tan dramático? Es tan patético lo que ocurre, hasta su tía te habló. Claro, como lo tiene en su casa todo el día, ya no sabe qué hacer. Eso te pasa por relacionarte con un actor; qué sensibilidades tan enfermas, son tan lábiles. Juras que la próxima vez te buscarás un contador: estructurado, ordenado, sin complicaciones… como si la profesión lo fuera todo, ¡después hay cada esquizofrénico!
Dejas el coche en el valet parking. Entras en la Taberna del León. Ahí está esperándote; se vistió de negro, rotundo negro. Maryfer dijo en su curso de psicología que los depresivos crónicos buscan siempre colores apagados. Hoy, tú estás maniaca, por eso escogiste el azul escandaloso.
Ya habías pensado en lo que pedirías, ese filete de pescado con ajonjolí y chile; ver a Gabriel cancela tu apetito. Trae puesta su cara de Hamlet… sólo esperas que de sus manos brote una calavera: That is the question!
Te habla de su amor, de tocar tu piel nuevamente, delinear con sus manos tu deseo, leer el capitulo 7 de Rayuela y hacer brotar una boca del dibujo de tu rostro.
No sabes qué hacer. Desde el arpa de tu estómago sientes venir una oleada de náuseas, no sabes en qué momento su olor comenzó a molestarte; imaginarte a su lado, respirando su aromosa tristeza, arañando la costra de su desesperación… Lo que sí sabes con certeza es que llevarías tu cuerpo con la fuerza de tu rechazo para que de Gabriel no quedara ni un átomo de su historia; lavarte por dentro, borrar sus huellas pegajosas, expulsar los restos de sus besos, desenredar tus cavidades, las palabras que un día susurró en tus poros, sentirte libre, que el aire penetre en tu cuerpo, que corra por él sin obstáculos; experimentarte libre para salir de su mente, dejar de sentirte vejada en sus sueños y nostalgias.
Qué distantes los días de tus ansias alocadas, cuando las horas transcurrían con paso de hormiga, mientras tú, sentada en la última fila del foro “La conchita’’, esperabas el final de los ensayos. Mirabas a Gabriel con la medida de tus ganas. Gabriel se demoraba, se desgajaba en flirteos descarnados. El beso dado en cada escena te perseguía: morosos, expectantes, sus labios vagabundeaban en la boca de una compañera. Sentiste siempre la mirada burlona de la actriz de marras. Cuando tú y Gabriel partían, ella gritaba: “Hey Gabriel, no se te olvide practicar el final de nuestro número, te doy permiso”.
Fue por ese tiempo que lo escuchaste decir que la gordura era algo aborrecible. La mujer tenía que estar lisa, sin enjundias que abultaran el cuerpo; para evitar eso estaba la liposucción, la salvación de las gordas. Comenzó a medir lo que comías, sus ojos críticos se arrastraban por tu cuerpo. Empezabas a ver tus muslos gruesos, como si fueran enemigos, tus pechos se agitaban en el espejo distorsionado de tus pupilas. Querías comerlo todo, nada llenaba el apetito que crecía como una boa cósmica. Para disimular las huellas de tus excesos de alimentación, tus “festines de Babette” privados que ocultabas a su mirada exigente, adoptaste como uniforme tus ropas de duelo.
Cuando descubriste que tu dedo era potente, poderoso, que podías introducirlo en tu garganta y raspar con él tu epiglotis hasta hacer que tu vomito espumoso ascendiera vivo, desafiante, mirabas con placer los restos de chilaquiles o pastel de chocolate que acababas de comer. Te sentías dueña de la porción de mundo que te tocaba vivir. La comida no dejaba rastros en ti, era tu secreto, tu pequeño número de magia particular. Sólo así mirabas en el restaurante la carta que te había dado el mesero para elegir los platillos que después vomitarías; descubriste que ya no existía el placer de saborear, sino el placer de arrojar de tu cuerpo todo lo extraño.
Gabriel era lo más extraño, lo más ajeno a ti, su voz te llegaba arenosa: “ No te puedes ir de mí, si te vas seré tu pesadilla para toda la vida”. Hubieras podido contestarle que ya era tu pesadilla, que querías vomitarlo como si se tratara de una rebanada de pastel enmohecido. Le dices que es egoísta, que siempre lo ha sido, que se quite la máscara, que ya no está en el teatro, que te deje salir de su mente, que no tiene derecho a retenerte.
Su mano morena azota el florero de la mesa y cae con estrépito. Gabriel se aleja, el aire penetra en tus pulmones con la fuerza de un ciclón, cierras los ojos para evitar que las miradas de los demás comensales penetren tu intimidad, que se siente liberada.
Viste una blusa roja en el escaparate de Frattina, la quieres; rojo, el rey de los colores, tal vez te atrevas a pautar tu camino de libertad reciente. El celular resuena en el fondo de tu bolso, contestas, es la tía de Gabriel: está encerrado en el baño, no contesta, te apremia. Tienes que ir. De un manotazo avientas el teléfono. Chantajes, son puros chantajes, ya sabías que esto vendría. “Esto me pasa por meterme con este pinche actorcillo de quinta, que ya imagino tiene el show preparado, no tengo que comprar el boleto. Maldita la hora en que lo conocí… y este tipo de adelante que no se quita, me dan ganas de aventarle el coche al imbécil… Qué tráfico… si todavía no es la salida de las escuelas… hubiera tomado un taxi, con lo nerviosa que estoy…”.
Como puedes, estacionas el coche. El vómito espumeante y picoso asciende, puedes sentir, la comida china por tu esófago, todavía alcanzas a oler el café que endulzaste esa mañana. Te limpias con el dorso de la mano… Que no le pase nada, que no le pase nada… que sea una más de sus actuaciones.
La tía de Gabriel te espera, corres al fondo del corredor, tocas el cristal de la puerta, lo llamas, dulcificas la voz, acendras la dulzura de tu dicción. Nadie responde. El tambor de tu cuerpo se desborda, de la orilla del patio interior tomas una piedra, rompes el cristal e irrumpes en el pequeño cuarto de baño. El bulto se mece incierto. En el espejo del gabinete vez los ojos entreabiertos que te miran. Oyes la voz de la tía de Gabriel, que grita. No lo crees, es otra de sus trampas teatrales. Balanceas sus piernas, el cuerpo se bambolea y algo mancha tus manos, es excremento. Tus ojos deciden por la mancha amarilla que se abre gigantesca, desde el fondo de ti el sabor conocido se acerca, la arcada te viene con la fuerza de tus futuras noches de insomnio.