Mientras Ana prepara algo en la cocina, Rosa María desplaza la mirada por los objetos ya familiares, creadores de la ambientación de sus amores: La reproducción de una pintura de Paul Delvaux donde una mujer desnuda reposa sobre la vía de un tren y otra, también desnuda, lee un libro a su lado bajo la luz de una vela; está también un tapiz guatemalteco, un librero repleto, un palo de lluvia, el tocadiscos del que brota “El Adagio” de Albinoni, mientras la gata siamesa de mirada turbia, confianzuda, de un salto se establece en su regazo.
Ana llega con una tetera humeante y dos vasos japoneses en una charolita; la coloca sobre la mesa.
–Es té de jazmín, te va a gustar, creo –comenta.
Rosa María le toma una mano, la lleva a sus labios, mira sus ojos con ansiedad interrogante.
Ana trata de zafarse suavemente. Rosa la contiene sin soltar la mirada ni la mano. Ana se levanta mientras comenta:
–Olvidé el azúcar. Tú lo tomas con azúcar, ¿no?
En esa simple frase estaba el porqué de la separación, pensó Rosa. Ana la consideraba vulgar, ignorante, incapaz de apreciar la buena música, la pintura, la cocina refinada. Por más esfuerzos invertidos, se quedaba dormida en los conciertos, era incapaz de retener los nombres de los autores, no acertaba a hacer ningún comentario cuando iban a una exposición; cuando se aventuraba a externar alguno después de ver una película, era recibido por Ana con una sonrisa tolerante, sin respuesta; y no soportaba el café ni el té sin azúcar, aunque éste no fuera de manzanilla o yerbabuena.
Derrotada, suelta la mano de Ana.
–Sí –le dice– es verdad, nunca aprendí.