Aquella tarde era poco el frío en el ambiente, sin embargo, lo estaba sintiendo más que en otras ocasiones; la chamarra y el suéter que llevaba encima fueron insuficientes. Venía saliendo sosegadamente del cine, con la mirada fija en el suelo, cuando reconocí el ritmo de sus pasos, y sin ocupar por completo lo breve de la palabra “enseguida”, la saludé. Reconoció mi voz, paró y me devolvió el saludo con una sonrisa. Fueron pocos los segundos que permanecimos estáticos, casi mudos para después caminar. Un sentimiento agridulce me invadía, mientras dejábamos atrás el cine y ordenaba mis pensamientos:
La precisión de los pasos es difícil de explicar, tan difícil como hacerle saber a alguien más en qué parte de nuestro cuerpo nace un dolor o hay una molestia, aunque uno sepa exactamente de dónde emana todo eso.
La Oriunda tenía puesta una bufanda de color tenue que se mezclaba con su piel. Me ofrecía su perfil; podía apreciar la delicada curva de su nariz y en general cada uno de los detalles de su cara y de su cuerpo. Caminaba de manera resuelta, como siempre lo ha hecho. Con voz entrecortada le insinué un par de cosas que me habían sucedido en los últimos tiempos, cosas pequeñas, sin tanta importancia. Quería saber de ella, y de una manera más sincera que sutil, le comenté que me había enterado del comienzo de alguno de los tantos sueños que tiene.
–Hago lo que quiero. Está muy chido no tener a alguien que te esté dando órdenes –la sonrisa apareció de nuevo en su rostro, acompañada de una carcajada.
Hace mucho, los “lunes de misantropía” se marchitaron; no hay más de ellos por las oficinas que la Oriunda solía frecuentar no con tantas ganas, pero sí con mucho compromiso con ella, con lo que es. Nunca había visto a alguien detestar tanto la vida laboral y entregar lo mejor de sí. En su momento nos subimos a la punta de ese edificio alto, que es el refugio para la gente acartonada, y apreciamos todo el paisaje urbano cargado de nubes que daban la sensación de haber sido concebidas con pincel y acuarelas, hechas por un niño. Imaginábamos cómo sería saltar desde esa altura sin nada que contuviera o alivianara la caída. Aquella vez el viento estaba jugueteando con sus cabellos, acomodándoselos de manera desordenada en su frente, justo como lucen en estos momentos.
Nos enfilamos por las calles que están prohibidas para mí, los andadores que ella conoce muy bien. No sabía qué más decirle. El silencio se estaba instalando en medio de nosotros; mis ideas se tropezaban con mis emociones. Aquello estaba siendo una entrevista disimulada. Nuestras pláticas ya no encuentran la continuidad; van de un tema a otro sin naturalidad, sin algo que las haga corresponderse.
–Oriunda… ¿Te gustan los tiburones?
–Sí, ¿por?
Desprendí de mi cuello un collar de cordones de piel roja que se unen en sus extremos inferiores al colmillo de tiburón que reposaba en mi pecho. Lo puse en la palma de su mano. El collar por sí solo no tenía tanto valor; fueron las manos que me lo habían obsequiado lo que lo convertía en algo inconmensurable. La curiosidad la asaltó cuando vio que el colmillo era negro, y me preguntó de dónde lo había sacado.
Comencé a platicarle la historia de Javier cuando vivía cerca de la playa. Le dije que él había sido el encargado de un criadero de tortugas, que por las madrugadas iba a la playa con un par de costales a buscar los huevos y que después de tantas visitas, había conocido a un pescador, quien se lo había obsequiado. Le dije que el colmillo pasó demasiado tiempo guardado en el bolsillo de Javier y con el tiempo se había fosilizado. Puso las yemas de sus dedos sobre las aún evidentes cicatrices de la encía, incrustadas en la parte más ancha del diente y comenzó a acariciarlas.
–Está muy bonito —dijo, y recordé que hace mucho no era testigo de esa sonrisa que aparecía en su cara, y la cual, repasando mi manojo de fotos desgastadas, a veces podía recordar, aunque sólo fuera por mera melancolía.
Hemos caminando por algunos instantes; los pasos del trayecto son menos que las palabras de este escrito. La fachada de su casa está por delante de nosotros. Nunca me ha gustado llegar a la puerta de su casa, el lugar donde cada historia que se pueda escribir de ella consigue su punto final. Avanzamos un poco más y de nueva cuenta permanecimos estáticos, de nueva cuenta casi mudos. No dejé de verla a los ojos; ella tampoco lo hizo. Tomé el collar, desenrollé la bufanda de su cuello, hice a un lado sus cabellos y cuando no hallé ningún obstáculo, se lo coloqué de la manera más tierna que pude.
Estaba alejando mi pecho del suyo cuando sentí cómo sus brazos me rodeaban y nos volvían a unir. Los rasgos de la tranquilidad se comenzaron a grabar en mi cara; todas mis maldiciones hacia ella se corrompieron en la cercanía de su aliento: “Busca tus sueños…”.
Está sonando el teléfono, quizá sea algún cliente o mi jefe, ambos me pedirán resultados de un trabajo al cual le he estado dando demasiadas vueltas. Debo confesar que esta historia la escribí en un cubículo, con mi traje de cartón. La próxima vez que la vea, le diré que ya aprendí a hacer barquitos de papel. Que estoy intentando aventurarme entre las aguas turbulentas de la vida.